Gustavo Di Bono nació en Uruguay, pero es un ciudadano del mundo. La primera vez que intercambié mensajes con él, lo encontré en New York. Meses después en Barcelona, y poco tiempo después, desde otra ciudad europea que ahora ignoro, me avisó que su visita a Uruguay era inminente.
Así conocí a Gustavo Di Bono, entre mensajes y destinos dispares en dónde su única constante era el trabajo; siempre estaba trabajando en algo distinto y referido al interiorismo.
“Tuve una infancia feliz, soy del 73. Crecimos con la puerta de casa abierta y sin rejas. Todo el día en la vereda y en el jardín haciendo fogatas y andando en bici. Fuimos educados con libertad aunque nuestra familia es del palo tradicional.
Padres y abuelos amorosos, con la posibilidad de exponernos un poquito al mundo desde aquel entonces. A los 5 años tenía una inquietud increíble por viajar. Una mañana mi viejo me sacó del colegio y me llevo por el día a Buenos Aires. Me acuerdo de todo. El asiento del avión era de pana beige y por supuesto los aviones de PLUNA volaban con motores a hélice. De los recuerdos mas lindos que tengo. Esa combinación de libertad y curiosidad fue el principio de un viaje que con los años me convierte en nómade entre otras cosas”
Gustavo es de alguna manera, un desprendimiento de un Uruguay que supimos ser, y creo ya no no somos. Es inquieto, curioso y de la generación que no conoce de la palabra “no” en el rubro profesional. Tal vez un poco por eso, su talento y responsabilidad con la disciplina lo han llevado a trabajar en todas partes del mundo; le sospecho una gran cantidad de pasaportes repletos de sellos.
“Mi primer viaje a solas fue de varios meses. Al volver había que estudiar y convertirse en profesional. Intenté por descarte con la Administración y en simultáneo colaboraba para una revista de viajes. Así es como llego a México, como corresponsal invitado para cubrir durante una semana la inauguración de un hotel de playa. La semana se convirtió en dos años de experiencias increíbles en ese país tan especial y después vino Brasil. Comprendí entonces que iba a viajar por el resto de mi vida. Andar por el mundo se había convertido en algo mucho más importante que hacer turismo. Para mí fue empezar a entender. Lo primero, dimensionar el espacio que habitamos y captar que la tierra es chiquita. Cuanto más viajaba, crecía la empatía por aquello que antes no miraba por ser diferente o incómodo y caían miedos y preconceptos. Entendí que prestar atención vale la pena, y que por algún motivo especifico estamos todos compartiendo este espacio y este tiempo. Viajar conecta, genera encuentros entre personas y situaciones increíbles”.
Encuentra la nota completa en Revista ayd #309
Redacción Juanchi Flores
Fotografía Flor Crosta