Hay empresas que parecen no tener edad, que se deslizan a través del tiempo con la naturalidad de quien respira, prolongando una historia que no se clausura jamás, sino que se reescribe a medida que el país cambia. La Ibérica, fundada en 1892, pertenece a esa estirpe singular: la de las instituciones que nacieron modestas, crecieron con paciencia y ahora, ciento treinta y dos años después, se permiten una osadía tranquila, segura, como si la tradición misma las empujara a reinventarse.
Bajo la dirección ejecutiva de una nueva generación —jóvenes herederos no sólo de un apellido, sino de un modo de entender el comercio como una forma de cultura— el viejo Bazar inicia una etapa expansiva que va mucho más allá de abrir puertas y prender luces en un nuevo local. La Ibérica inaugura un espacio en Carrasco que se suma al histórico edificio de Ciudad Vieja y al magnífico enclave de Manantiales. Pero sería mezquino decir que se trata simplemente de crecimiento territorial: lo que está en juego es una renovación del espíritu, un desplazamiento del modo de mirar, de pensar, de relacionarse con un público que ya no es el mismo.
Porque la ciudad, como los océanos y las estaciones, se mueve. Se corre hacia nuevos polos, desplaza su energía, se expande hacia zonas que antes eran apenas un murmullo. Y La Ibérica, fiel a su vocación de estar donde están sus clientes, acompaña con serenidad ese movimiento. “La ciudad se ha ido corriendo un poco y nosotros queremos acompañar ese cambio”, dicen, sin dramatismos ni grandilocuencias, como quien explica una ley natural.
Los nuevos locales no imitarán el de Ciudad Vieja, esa joya patrimonial que respira longevidad e historia propia; cada uno tendrá su carácter. El de Manantiales —abierto sobre la Ruta 10 como una ventana al verano eterno— se concibe como una tienda de playa, ligera, fresca, casi insinuada. El de Carrasco, en cambio, será un cruce entre pasado y porvenir: una antigua casona reconstruida, donde el diseño contemporáneo y el paisajismo dialogarán sin imponerse, tejiendo un equilibrio entre lo que fue y lo que está naciendo.
A lo largo de más de un siglo, La Ibérica dejó de ser un simple bazar para convertirse en una referencia de decoración y amoblamiento. No fue una mutación abrupta, sino una metamorfosis lenta, paciente, tejida con la persistencia de quienes no temen a la modernidad pero tampoco reniegan de su origen. Hace tres años culminó la creación de un centro logístico propio, imprescindible para sostener un catálogo que hoy alcanza entre cuatro y cinco mil artículos, y que se renueva con una disciplina casi obsesiva. El equipo viaja tres o cuatro veces al año en busca de novedades y también impulsa la fabricación nacional de piezas inéditas.
Pero la expansión, insisten, no es cuestión de acumular locales como quien colecciona baratijas. No se trata de crecer por crecer, sino de dar pasos firmes, honestos, capaces de garantizar que cada sillón, cada aparador, cada lámpara llegue con la misma calidad al cliente que confió en la marca. La venta personalizada, el asesoramiento cercano —ese gesto de mirar un plano y traducir metros cuadrados en una forma plausible de habitar— siguen siendo pilares irrenunciables. El servicio “llave en mano” es la prueba de que la empresa no vende objetos: diseña experiencias, acompaña decisiones, ayuda a imaginar un modo de vivir.
Y si, como dice el viejo refrán, para muestra alcanza un botón, dos de sus proyectos más recientes ofrecen una radiografía precisa del espíritu que hoy guía a La Ibérica.
El primero es un apartamento en planta baja del edificio Aldeana, en Manantiales, frente al mar. No hubo interiorista externo: el equipamiento fue concebido íntegramente por la casa. La consigna era crear un refugio playero, apto para el verano despreocupado pero también para la calma invernal, sin estridencias. Domina el espacio una paleta neutra, casi silenciosa, hecha de linos blancos y grises, sillones desbordantes de comodidad y mesas de maderas antiguas recicladas, con destellos de ratán y esterilla. Ese clima orgánico, cálido, responde a un desafío sutil: neutralizar la frialdad moderna de los porcelanatos y los cielorrasos de cemento visto. El resultado es un ambiente amplio, despojado, práctico, casi meditativo, donde el verde agua aparece como un guiño marino, un diálogo íntimo con el océano que tiembla detrás de los ventanales.
El segundo proyecto, desarrollado para una casa en Carrasco del estudio Bodega & Piedrafita, es más moderno y vertical, distribuido en varias plantas que exigen soluciones distintas en cada nivel. Allí, La Ibérica desplegó su capacidad de interpretar espacios complejos, ajustando mobiliario y texturas a la arquitectura contemporánea, sin perder la calidez que distingue a la marca.
Así avanza La Ibérica hacia su futuro: con la serenidad de quien honra su pasado y con la convicción de que la tradición, lejos de ser un lastre, puede convertirse en la plataforma más firme para la reinvención.
Fotografías La Ibérica














