ESPACIO: WINERY LOUNGE
COLABORADORES: TODESCHINI / LAVIERE / BOSCH / NOI DESARROLLOS / GASTON BRUNO
CONSTRUCTORA / TRIOS LIGHTING / BIA / COLECCION SUR / GUZMAN VILLALBA / LE SOUK
REINA ANA / FEZ / BALCONY / MUSACCO / TROCCOLI / AGATA / WATT / AMANO / AREA DESIGN
SINTEPLAST / HUENTALA WINES
FOTOS JOSÉ PAMPÍN Y NICO DI TRAPANI
Al franquear el umbral del Winery Lounge, uno siente que entra en un pequeño reino donde la materia ha sido convocada para hablar con voz propia. Y habla, claro que habla: primero en un murmullo grave, casi tectónico, que nace de la gran mesada brutalista, esa plataforma de mármol Café Amaro que parece haber sido arrancada de una montaña remota y pulida hasta adquirir una solemnidad geométrica. Allí está, sólida, facetada, como si anunciara —con el aplomo de los verdaderos protagonistas— que todo lo que sucede en este espacio ocurre bajo su tutela pétrea.
A un costado se desliza, casi en un susurro, el mueble oscuro destinado a las catas: una barra funcional que se estira a lo largo del ambiente y que, en el living, se metamorfosea en un lambriz revestido que abraza las paredes con una continuidad casi narrativa. Es madera que piensa, madera que acompaña, madera que hace del espacio un relato en movimiento.
Y como si la escena necesitara un gesto más audaz, irrumpe el winery station en mármol Rosso Lepanto. Dramático, teatral, con esa voluptuosidad cromática que solo poseen las piedras que han bebido siglos. Sobre él gravita una lámpara escultórica suspendida, ligera como una idea feliz, una lámpara en fibra natural , hecho a mano con fibras autóctonas para que la calidez no sea un accidente sino una intención deliberada: una poesía que cuelga del aire.
La Vinoteca metálica, con su guiño industrial, cierra el cuadro del lounge como un contrapunto necesario —el acero recordándonos que la sofisticación también puede oler a taller, a fragua, a precisión.
En el living, una imponente biblioteca organiza el pensamiento visual del espacio. Sus puertas corredizas, que esconden y revelan con la misma gracia, guardan en su interior un lacado terracota que vibra como un latido cálido. Frente a ella, la mesa ratona —rotunda, escultórica— reafirma el pulso brutalista que atraviesa todo el proyecto, como si cada superficie fuese un capítulo de una misma novela mineral.
El arte, por supuesto, no es accesorio: es un residente ilustre. La obra creada por Gustavo Genta introduce una fuerza casi telúrica, una profundidad que dialoga con la arquitectura con la seguridad de quien sabe que pertenece a este lugar. A su lado, la escultura metálica de Diego Haretche aporta carácter y una presencia silenciosa, construyendo un contrapunto donde el espacio, por momentos, parece contener dos respiraciones.
Afuera, el mundo adquiere un aire marroquí, como si el jardín hubiese sido trasladado desde un patio mediterráneo donde la luz es una religión antigua. Grandes ánforas se hunden en un jardín seco, las palmeras recortan el horizonte, la piedra clara y la terracota dibujan una topografía íntima que invita a quedarse. La iluminación tenue roza las texturas con la delicadeza de un recuerdo. Y el recorrido culmina en un sillón exterior de ladrillo, solemne y austero, que remata la paleta en borravino y chocolate, como un último sorbo de una tarde que decide prolongarse.
Así, el Winery Lounge no es solo un espacio: es una experiencia de materia, luz y silencio. Un lugar donde la arquitectura no se mira; se vive, se respira, se piensa.
















