ARTESIA en Carrasco

Dicen los vecinos de Rostand que una mañana de octubre, cuando el sol todavía parecía recién lavado por la brisa del río, apareció en la esquina una casa que nadie recordaba haber visto el día anterior. No la construyeron —aseguran los más viejos—; simplemente amaneció allí, como esas buganvilias que florecen de golpe en los veranos mansos y cubren las paredes con una obstinación milagrosa.

Tenía un brillo propio, como si en su interior latiera un pequeño corazón americano, tejido con hilos de Colombia, Perú, Bolivia, Chile, Argentina y el Uruguay profundo. Y en la puerta, todavía con el cansancio luminoso de quien retorna de un largo viaje, estaba Gina Vargas de Roemmers, la mujer que había ido por los caminos de Sudamérica recogiendo pedazos de memoria: vasijas que aún guardaban el eco del agua, cesterías que olían a selva húmeda, tejidos donde las abuelas conversaban en silencio.

Artesia, así se llamó el lugar desde el primer momento, aunque algunos creyeron que ese nombre era una invocación, un conjuro para que los espíritus de las comunidades Wayuu, Kankuama, Guambiana, Sikuani, Tikuna, Wounaan y Arhuaca no perdieran el camino hacia Carrasco. Y, en efecto, no lo perdieron: los primeros en cruzar el umbral aquella noche fueron Keyla Cotes Ipuana y Arsenio Moya, líderes indígenas cuyo andar parecía arrastrar siglos de sabiduría. Caminaban despacio, como quien pisa tierra recién nacida.

Dentro de Artesia, el aire olía a un café tan fragante que algunos juraron reconocer en él las montañas de la Sierra Nevada. Era el blend propio del lugar —mezcla de tradición y terquedad colombiana— servido en una cafetería que parecía arrancada de un pequeño pueblo andino y puesta allí, en medio de Carrasco, sin pedir permiso.

En realidad, si es que la realidad existe, es que la casa fue restaurada y puesta en escena por el Estudio de Joanne Cattarosi, tenía ese encanto fatal de los sitios donde los objetos no están quietos, sino que murmuran entre ellos. Jarrones que contaban guerras y fiestas; textiles que guardaban el temblor de las manos que los tejieron; piezas de arte contemporáneo que rebatían, con insolencia juvenil, la solemnidad del pasado. Todo convivía con naturalidad, como si el tiempo hubiese dejado de ser lineal y se hubiese vuelto un charco mágico donde cada cosa se reflejaba en todas las demás.

Era, más que una tienda, un organismo vivo: un catálogo que se regeneraba con la obstinación de los árboles que vuelven a brotar después de la tormenta. Allí podían encontrarse piezas humildes y otras que no lo son, pero todas compartían una misma condición: eran irrepetibles, como los nacimientos y las despedidas.

Quienes entraban por primera vez solían quedarse quietos unos segundos, sin saber si estaban en Carrasco o en alguno de esos pueblos que sólo existen en la memoria de los viajeros. Y es que Artesia tenía algo de frontera invisible: un pie en la modernidad, el otro en un mundo donde cada objeto guarda un espíritu.

La crónica posterior de los diarios daba cuenta de la pasión temprana de Gina por los objetos hechos a mano. Cuentan que su madre y su abuela materna  eran costureras y en su Bogotá natal  cosían vestiduras para monjas con la devoción secreta de quienes bordan destinos. Tal vez por eso, Artesia parecía más un gesto de gratitud que un emprendimiento; un refugio donde las tradiciones ancestrales podían sobrevivir al vértigo del presente.

No tardó en circular el rumor —quién sabe quién lo dijo primero— de que Artesia no había sido creada, sino descubierta, como se descubre un tesoro o un pequeño universo olvidado. Y desde entonces, cada visitante cruza su puerta con la misma sensación que debieron sentir los primeros habitantes de Macondo: la impresión de estar entrando en un lugar donde las cosas tienen alma y el tiempo, si quiere, puede detenerse.

Fotografías Artesia

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