Celebrar treinta y tres años de una revista dedicada al arte y al diseño puede parecer, a primera vista, un acto de pura conmemoración, un delicado gesto de nostalgia. Pero la nostalgia —como ya sabía el viejo Oscar— no es más que un modo elegante de convocar el porvenir. Y así, en lugar de limitarnos a mirar hacia atrás, decidimos abrir una grieta luminosa hacia adelante. Hacer que la historia respirara. Permitir que las ideas adquirieran cuerpo, textura, perfume. Darles un escenario y una casa.
Porque una celebración sin un escenario adecuado es como un salón sin espejos —algo queda incompleto, como si la realidad necesitara un doble para poder comprenderse. Por eso elegimos, con la deliberación de quien acaricia un símbolo, una casa icónica de Montevideo: un edificio erigido en 1933, justo en esa zona donde Pocitos y el Puerto del Buceo se tocan, se cruzan y se comentan mutuamente, como dos personajes que se encuentran en la mitad de una novela.
La vieja casona no era solo ladrillo y molduras: era memoria pura. Allí funcionó durante décadas el Club de Empleados del Banco Comercial, una institución cuyo nombre suena a rutina, pero cuyo espíritu estuvo hecho de las ceremonias más íntimas: cumpleaños de quince, casamientos, cenas dominicales, bailes de febrero, amistades que duraban lo que duraban los veranos. Ese tipo de cosas que los arquitectos no dibujan, pero que sostienen, en secreto, toda la arquitectura.
El edificio, sin embargo, está condenado por el apetito urbano: será demolido para dar paso a otra criatura del mercado, más alta, más brillante, más acorde a los imperativos del tiempo. Nosotros lo encontramos en un umbral dramático: aún vivo, aún respirando, pero ya consciente de su destino. ¿Y qué hicimos? Lo celebramos. Lo subrayamos. Señalamos —con la delicadeza de un epitafio y la insolencia de un brindis— su inminente desaparición.
Y entonces llegaron los diseñadores. Llegaron como una caravana de alquimistas modernos dispuestos a tomar las habitaciones, a reinventar el paisaje interior de la casa, a convertir cada salón en un pequeño universo autosuficiente. La exposición se volvió una constelación de habitaciones habladas en voz baja: cada estudio con su temperamento, cada diseñadora con su forma única de murmurarle al espacio. Y el público, como un peregrino afortunado, pudo atravesar durante un mes entero esta geografía íntima.
El resultado fue más que exitoso: fue revelador. Si alguien necesitaba pruebas del vigor del diseño de interiores uruguayo, bastaba con atravesar aquel edificio condenado para descubrir que el talento —cuando se lo deja actuar— es perfectamente capaz de resucitar las piedras y hacer que un espacio agonizante se convierta en una fiesta de la imaginación. Y lo que comenzó como homenaje terminó convirtiéndose en un libro en proceso, porque algunas celebraciones son demasiado grandes para encerrarse en una sola edición de revista.
Así nació esta exposición. Así se abre este relato.
Y ahora, como en toda buena novela, pasemos a los capítulos.
La belleza, ese animal indomable
La casa ya no existe —o pronto no existirá—, pero la experiencia permanece.
El edificio del 33, como tantos monumentos silenciosos de la ciudad, desaparecerá bajo el brillo de un nuevo proyecto. Pero por un mes —solo un mes— fue habitado por los diseñadores más notables del país, por sus gestos, por sus atmósferas, por sus sueños táctiles.
Y la revista, al cumplir treinta y tres años, no miró hacia atrás: abrió un portal.
Un portal hecho de luz, de texturas, de imaginación.
Un portal que ahora se convierte en libro.
Porque el diseño, como la belleza, es un animal indomable: siempre vuelve. Siempre insiste. Siempre encuentra un nuevo espacio para desplegar su esplendor.
Y nosotros, modestamente, seguimos escribiendo su historia.
Fotografías José Pampín y Nico di Trápani








