Memoria y naturaleza: un refugio entre raíces. Lucas Fernandes en San Pablo

En el interior del estado de São Paulo, donde el horizonte ondula sobre los vestigios de antiguas plantaciones de café y los caminos de tierra aún guardan el rumor de los carros de bueyes, una casa de 1964 ha sido devuelta a la vida. No como quien maquilla el pasado, sino como quien lo abraza con gratitud. La intervención, firmada por Lucas Fernandes Arquitectos y registrada con delicadeza por el lente de Carolina Mossin, es una operación de memoria: un homenaje a la vida rural, a la arquitectura sensible y al valor de los afectos.

La casa, ubicada en el corazón de una fazenda centenaria, perteneció durante décadas a una familia que convirtió esos campos en paisaje cotidiano. Hoy, sus herederos —una pareja ya jubilada— decidieron volver allí para vivir otra vez desde el principio, en una especie de reconciliación con la tierra y consigo mismos. El proyecto no impone, no interrumpe: escucha.

El programa original, con tres dormitorios, sala, cocina y despensa, fue reorganizado con inteligencia y respeto. Las habitaciones se concentraron en un ala, unidas por un vestíbulo que favorece el descanso y la intimidad. La zona social —comedor, sala y cocina— se abrió en una gran área integrada que respira amplitud, luz y calidez. Una nueva zona gourmet se suma sin estridencias, prolongando la casa hacia el exterior.

En el centro simbólico de este universo doméstico está la cocina, tratada como un corazón que late entre aromas y recuerdos. Allí conviven una cocina de leña hecha con ladrillos de demolición, una isla que invita a la charla pausada, una ventana pasante que abre la vida hacia la zona gourmet, y un banco largo que convoca a hijos y nietos como en las casas de antes.

Nada es nuevo en el sentido de lo impostado; todo es nuevo porque se ha resignificado. La madera original reaparece en marcos, puertas y cielorrasos. El vidrio permite que el paisaje —ese mar vegetal que rodea la casa— entre en escena. Ladrillos de demolición, pisos de cemento, encimeras de pizarra y enlucidos rústicos hablan un idioma de verdad, sin artificios.

Los objetos, lejos de ser decorativos, cuentan historias: la mesa del comedor tallada en el tronco de un árbol caído en la propia granja; un viejo mantel de ganchillo convertido en escultura; un carro de bueyes instalado en la veranda como tótem de la infancia; jardineras con helechos cultivados por el propio residente, que supo esperar su crecimiento como se espera la lluvia.

La arquitectura se vuelve paisaje. Las grandes puertas pivotantes de vidrio abren la casa hacia un jardín posterior que no fue diseñado, sino acompañado. En la fachada principal, las aberturas estratégicas funcionan como viseras, enmarcando vistas y regulando la luz. Un árbol de paineira de copa generosa custodia la entrada, como si también él, desde su quietud vegetal, recordara.

Este no es solo un proyecto de renovación. Es la creación de un refugio que celebra la posibilidad de volver. Volver al origen, al tiempo lento, a la verdad de los materiales, al rumor del campo. Allí donde otros verían una casa reformada, hay un gesto poético: el de dos personas que decidieron habitar sus propios recuerdos, reconciliados con el paisaje y con la memoria.

 

Fotografías Carolina Mossin

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