Decir que Marcelo Legrand nació en Montevideo en 1961 sería, para un registro civil, suficiente. Pero Chesterton habría sonreído ante semejante reducción: “Las verdades más profundas —diría— se disfrazan de hechos triviales”. Porque, en realidad, en ese nacimiento común se ocultaba la emergencia silenciosa de un cosmos cromático, un universo que bulle y se despliega detrás de un túnel verde de cañas en la avenida Luis Alberto de Herrera, custodiado, según recuerdo, por tres perros que parecen velar no solo por la casa sino por la energía misma de la creación.
Hace veinticinco años, cuando comencé a seguirlo, Legrand ya era una promesa que se había hecho carne: un relevo plástico que resonaba en medio de una historia uruguaya saturada de grandes nombres. Tres años después de nuestra última nota, su taller se revela como un planeta que ha girado sobre sí mismo: todo parece igual —las cañas, los perros, los lienzos apilados— y, sin embargo, cada luz, cada sombra, cada trazo ha cambiado de ángulo. En ese aparente inmovilismo hay transformación: Legrand es ahora un hombre más grande que se mantiene joven pero más acabado, firme en sus convicciones, un narrador de lo invisible que conserva la urgencia de contar su propio cosmos.
Su biografía podría contarse como una sucesión de fechas y lugares: estudios con Héctor Sgarbi, la década del grafito obsesivo, el grabado con David Finkbeiner, los años en Venezuela entre tintas chinas y papel vegetal, las telas monumentales al regreso, la residencia en Altzella, Sajonia, y las muestras internacionales con Galería Sur. Pero reducirlo a un itinerario lineal sería perder lo esencial. En el corazón de esos hitos late una red invisible, una madeja de conexiones tan vivas como las manchas que deja secar “desde los bordes hacia adentro”. Todo está vivo, todo se toca, y el observador que se acerque demasiado tarde o demasiado rápido se perderá la armonía secreta que gobierna su obra.
En el principio, diría Chesterton, estaba la paradoja: un artista que se mueve entre el orden y el caos, entre la geometría severa y la libertad del gesto. Legrand, heredero de tradiciones que parecen contradecirse, entra en escena como si ya conociera el veredicto del jurado antes de iniciado el juicio. La pintura abstracta es un misterio contado al revés: primero vemos la mancha, el gesto aparentemente arbitrario, y solo después se revela la lógica interna que gobierna cada decisión. No es negación de la forma, sino su coartada más brillante. En su narrativa cromática, cada accidente se convierte en historia; cada trazo, en voz que llama a la siguiente voz; cada obra, un diálogo secreto entre manchas y líneas, un sistema donde lo casual se vuelve ley.
En su taller, las telas se suceden como planetas en órbita. Su mano interviene, traza, desbarata y recompone. Cada línea pesa y suelta a la vez; cada diagonal actúa como contraste frente a una curva blanda; cada mancha —aparentemente arbitraria— dialoga con otra distante. Todo es sistema, insiste. Como en una huerta orgánica, cada zona protege o potencia a la vecina. Como en una cocina mayor, los elementos dispares se complementan hasta estallar. Las manchas de sus cuadros, violentas o aquietadas, parecen guardar secretos: solo cuando el espectador se acerca con paciencia comienza a percibir la figuración escondida, la narrativa secreta que su abstracción oculta y revela al mismo tiempo.
Cada tela es un microcosmos: se trabaja por zonas, por sistemas, como quien organiza un ejército de partículas de color. Un trazo preciso puede hundir una forma para que otra brote, purificada y luminosa. Es un acto de purificación —confiesa—, como si las partículas de color dejaran filtrar la luz. Cada gesto es un descubrimiento, un experimento controlado y, al mismo tiempo, un accidente medido. La improvisación está contenida, la precisión se vuelve poesía.
El jurado del XXIII Premio Figari lo entendió sin necesidad de explicaciones: Alicia Haber, Hugo Achugar y Margaret Whyte lo reconocieron como uno de los pintores más notables del Uruguay. Transformó rostros anamórficos y sorderas simbólicas en un grafismo intenso y en abstracciones monumentales donde la energía contenida se despliega en espasmos y palpitaciones suspendidas en el aire. Sus pinturas —diría Baudelaire— son “una orgía silenciosa”: cuerpos ingrávidos, masas que se agitan, fuerzas que parecen escapar del lienzo. No es casual que sus obras estén en colecciones de Luciano Benetton, César Gaviria, Alex Vik, Rodolfo Llinás, Engelman Ost y Enrique Iglesias, y en museos de Washington, Dresden, Caracas y Montevideo.
Legrand confiesa lecturas —Borges, Onetti, Stefan Zweig— y aprendizajes improbables: el tai chi que enseña fluidez al gesto, el buceo que recuerda superficies transparentes, la agricultura orgánica que revela la cooperación secreta entre seres distintos. Evoca a Américo Spósito, maestro que algunos creyeron loco, encontrando revelaciones en un libro de medicina de Tristán Narvaja: conexiones infinitas, hemisferios cerebrales convertidos en metáforas plásticas, analogías imposibles que se vuelven palpables en sus lienzos.
Trabaja el acrílico como quien doma un animal inquieto: deposita, espera, purifica, cambia de tela, vuelve, intercala. En sus lienzos, las manchas conspiran y los trazos dialogan: hay en ellos una lógica que no se ofrece de inmediato, sino que espera, paciente, como un acertijo. La abstracción, cuando se convierte en formato narrativo, es una paradoja en sí misma: narra sin personajes, describe sin palabras, y sin embargo cuenta historias tan precisas como un grabado de Durero. En las manos de Legrand, ese lenguaje abstracto es una crónica secreta, un sistema en el que cada accidente parece premeditado, y cada silencio, una revelación.
Fotografías de obras Rafael Lejtreger
Retratos José Pampín