Sucedió rápido, casi vertiginosamente, como suelen suceder las cosas que luego recordamos con precisión, aunque nadie pensara que serían importantes. En apenas diez días, la convocatoria se cerró con más de sesenta artistas de la región; más de ciento sesenta obras ocuparon la casa AYD, llenando sus habitaciones, sus corredores, sus patios, con una energía que parecía anticiparse a todo y a todos. La inauguración no fue apenas un acto: fue un acontecimiento. Y, como sucede en esos momentos que huelen a historia, había un aliado inesperado que acompañaba a cada gesto plástico, a cada color, a cada forma: el vino.
La exposición no se parecía a nada que hubiera existido antes. Era un gesto de desafío y de libertad, una manera de mostrar el arte en su esencia más pura y, paradójicamente, más inútil. Nada en aquella semana se ofrecía como solución, enseñanza o consuelo. Todo, sin embargo, ofrecía algo: la posibilidad de detenerse, de mirar, de sentir. Andrés Castro, con su producción general, había previsto cada detalle; nada quedó librado al azar. Cada tarde, los visitantes se encontraron con vinos excepcionales y presentaciones que no buscaban informar, sino suscitar preguntas, provocar una sensación, un estremecimiento que el tiempo cotidiano rara vez permite. Georgina Gil, en la curaduría, había entendido la consigna desde el principio: nada sería útil, y nada lo fue.
Las obras estaban allí, como están las cosas que simplemente existen. No eran representativas, no pretendían explicar nada, no tenían por qué ser comprendidas. Florecían, se extendían, ocupaban el espacio porque podían, porque el deseo de ser es, en sí mismo, suficiente. Algún visitante apurado podría haber preguntado: “¿Y esto para qué sirve?” Ante tal interrogante, las obras permanecieron en silencio. La inutilidad del arte es su primera y más rotunda afirmación; como decía Wilde, todo arte es completamente inútil. Y sin embargo, ese mismo arte, inútil, es capaz de provocar la más persistente de las revoluciones: la del pensamiento, la de la emoción, la de la conciencia.
Durante esa semana, las salas respiraron un tiempo distinto. Un tiempo que no se mide en resultados, en cifras, en objetivos cumplidos, sino en la duración de la mirada y en la profundidad de la atención. En un mundo obsesionado con lo útil y lo productivo, estas obras insistían en ser lo que eran: signos sin traducción, presencias sin propósito, gestos sin justificación. Y quizá ahí, en esa insistencia, radica su poder. No buscan explicar ni consolar; invitan a la duda, al desconcierto, al deleite silencioso de lo que no se comprende del todo.
Algunos visitantes se sorprendieron de la libertad con la que las obras se presentaban, sin exigencias de interpretación, sin el peso del sentido explícito. Otros, quizá más inquietos, se sintieron incómodos ante la certeza de que no todo lo que se colgaba en la pared merecía el nombre de arte. Pero la exposición no era un juicio: era una invitación. Invitar a habitar la inquietud, a discernir la diferencia entre el gesto vacío y la forma viva, a reconocer que el arte verdadero no se proclama, se manifiesta.
Ahora, ya concluida la muestra, queda la memoria de esas tardes, de esos pasos que recorrían la casa, de las conversaciones interrumpidas por un silencio que parecía decir más que cualquier explicación. Todo arte es completamente inútil, y sin embargo, cuando aparece una obra verdadera, algo se rompe y algo se abre. Algo que no se nombra, que no se explica, que no se traduce: simplemente se siente.
Así fue la exposición en AYD. Así fue la celebración de lo inútil, de lo libre, de lo humano. Así fue la experiencia que recordó, sin pedir nada a cambio, que aún en un mundo de certezas prefabricadas, hay cosas que no sabemos, y sin embargo, sentimos.
Fotografías Nico di Trápani, José Pampín & Arena Press