Una loma discreta, interrumpida apenas por pastos costeros y pinos que no sabían si eran europeos o criollos. Un trozo de tierra que parecía no interesarle a nadie, ni a los especuladores ni a los ambientalistas, ni siquiera a los propios habitantes de la Ciudad de la Costa que la veían como un umbral sin gloria entre la ruta y el océano. Allí, en ese intersticio donde la tierra se relaja y se deja besar por el agua, comenzaba a germinar —silenciosamente— un proyecto imposible. Y fue entonces, cuando la arena llevaba siglos recordando su origen marino, que irrumpió una idea. No como un rayo ni como una orden, sino como una intuición lenta. Médano by Viñoly: el nombre parecía una metáfora geológica, pero pronto se revelaría como un manifiesto arquitectónico. El lugar elegido no era un simple terreno frente al mar: era el único rincón de toda la costa metropolitana donde el mar no había sido amputado por una carretera. Un privilegio topográfico. Un acto de resistencia natural. Una herida intacta.
A Rafael Viñoly, los reconocimientos le sabían a poco. Había construido en medio mundo, había dialogado con los materiales como un director con su orquesta, había aprendido que la arquitectura no era solo forma, sino también tiempo, clima, política, salud, mercado, biografía. Y, sin embargo, al final de su vida, cuando ya todo parecía dicho, decidió volver.
Volver al país natal no como quien regresa a su infancia, sino como quien ofrece un epílogo. Médano no fue una obra más: fue su última. Su última provocación, su última meditación, su última caricia sobre el paisaje. Y tal vez por eso es tan sobria, tan esencial, tan delicadamente radical. Nada de rascacielos, nada de siluetas grandilocuentes ni de efectos dramáticos. Aquí Viñoly optó por desaparecer. El edificio —si todavía podemos llamarlo así— se esconde entre las dunas, se desliza paralelo a la costa como una criatura anfibia que no quiere ser vista desde la playa. Su geometría es baja, alargada, horizontal, casi tímida. Y, sin embargo, ahí está: 425 metros de arquitectura pura, contenida, silenciosa. Un trazo de lápiz que apenas roza el papel.
La revolución de Médano by Viñoly no es visual, sino conceptual. Cada una de las ciento veinte unidades —de uno a cinco dormitorios— tiene algo que las distingue: no hay una sola vivienda encima de otra. No hay vecinos arriba. No hay ruido de pasos nocturnos ni cañerías ajenas. No hay vestíbulos compartidos, ni ascensores con espejos falsamente elegantes. Lo que hay son jardines privados abiertos al cielo, generosos, vivos, que se despliegan al sur hacia el mar o al norte hacia una laguna que parece inventada para la ocasión. La privacidad se convierte aquí en una forma de respeto, y el aislamiento acústico no es un lujo: es una necesidad bien resuelta.
Vivir en Médano es habitar una casa dentro de un edificio. Y es también disfrutar de los servicios de un edificio sin renunciar a la autonomía de una casa. Una paradoja resuelta con la naturalidad de quien ha vivido muchas ciudades y aprendido de todos sus errores. Viñoly no ignoraba el siglo que le tocó atravesar. La pandemia le enseñó a la arquitectura algo que los manifiestos modernistas no quisieron admitir: que los cuerpos humanos necesitan aire, sol, distancia, higiene y belleza. Que los edificios deben proteger, no aprisionar. Que el lujo no está en los brillos, sino en la salud.
Por eso Médano respira. Ventilación cruzada ubicua. Techos verdes que retienen agua, filtran calor, y devuelven algo de lo que toman. Paneles solares que producen más de 1.300 MWh al año. Recolección de agua de lluvia. Materiales de origen local, elegidos no solo por estética o economía, sino por ética del carbono. Bombas de calor, electrodomésticos de bajo consumo, enchufes listos para autos eléctricos.
Nada de eso es alarde. Es convicción. Es arquitectura que quiere vivir más allá del aplauso y del render. Arquitectura que se construye para el futuro, pero que sabe que el futuro ya empezó.
Integrated Developments, la empresa creada por Rafael y Román Viñoly y hoy dirigida por Román con su socio el Arquitecto Sebastián Goldberg, no trabaja para vender rápido, sino para quedarse. Esa es su mayor rareza. Construyen, sí. Pero también diseñan, gestionan, mantienen. Apuestan a que lo que nace bien puede volverse mejor con el tiempo. Creen —y esto en América Latina suena casi subversivo— en la consistencia. 6,5 hectáreas de terreno frente al mar. Cien millones de dólares de inversión. Un edificio de consumo energético casi nulo. Una obra que terminará en el año 2028, pero cuyo eco resonará mucho después. Porque cuando todo esté dicho, cuando las revistas de diseño hayan pasado a la siguiente moda, cuando los propietarios se hayan acostumbrado a ver el atardecer desde sus terrazas privadas, habrá algo que quedará intacto: la certeza de que, en este rincón del mundo, una duna se transformó en legado. Y que el último edificio de Rafael Viñoly no fue un monumento, sino una lección.
Pero toda obra —incluso las más visionarias— necesita una mano que la sostenga cuando el arquitecto ya no está. Y es Román Viñoly quien ha asumido ese papel con firmeza, sensibilidad y una convicción serena que parece heredada, pero es también profundamente propia. No dirige solo una empresa: custodia una llama. La llama de un pensamiento arquitectónico que se rehúsa a morir con su autor. La llama de un uruguayo universal que soñó edificios que respetaran el mundo en vez de conquistarlo. Román no repite a su padre: lo prolonga. Continúa su trabajo como quien continúa una conversación interrumpida, sin imposturas ni vanidades, con la humildad del que sabe que la arquitectura no es cuestión de autoría, sino de coherencia con el tiempo que nos toca.
Médano, no es solo el último proyecto de Rafael Viñoly. Es también el primero de una nueva etapa. Un puente entre generaciones. Un manifiesto construido no sobre la arena, sino sobre la fe en un futuro que se diseña con inteligencia, respeto y belleza. Y acaso por eso, en las tardes doradas en que el sol cae sobre las terrazas y el mar murmura con complicidad, puede escucharse —muy suavemente— que la arquitectura de Viñoly sigue hablando. Y que su voz, gracias a Román, no se ha apagado.
Arq. Sebastián Goldberg
En Montevideo, donde el Río de la Plata se vuelve espejo y frontera, Rafael Viñoly sigue dibujando líneas en el aire. Aunque ya no camina entre planos ni supervisa maquetas, su espíritu persiste —vivo, obstinado, fértil— en cada trazo que surge del décimo piso de la Torre Alemania, donde su estudio ha plantado raíces nuevas, mirando al sur.
Allí, sobre la Rambla, un grupo de jóvenes arquitectos libra a diario una guerra invisible, la más noble de todas: la batalla por la forma. Bajo la dirección de Sebastián Goldberg y Román Viñoly, el legado se transforma en presente, y el presente en promesa. No es solo Montevideo: es Punta del Este con su titánica apuesta en el Cipriani Ocean Resort, es Ciudad de la Costa con el gesto audaz de Médano, son los horizontes abiertos de una oficina que ya piensa —y trabaja— para el mundo.
Y, sin embargo, todo comenzó con un muchacho entre ingenieros. Goldberg recuerda aquel instante iniciático como se recuerdan los mitos personales: “Conocí a Rafael a los 18 años, cuando yo era apenas el pibe de los planos en la obra del Museo Fortabat. Era un sitio donde el polvo, el cemento y el genio convivían como si tal cosa. Mientras estudiaba arquitectura, aprendía también en esa universidad paralela que fue la obra misma, con Rafael como guía y con los ingenieros como severos —y formidables— maestros.
Aquel vínculo, nacido en la fragua del trabajo, creció hasta hacerse destino. Goldberg fue parte de proyectos colosales: el Aeropuerto de Carrasco, el puente sobre la Laguna Garzón, la transformación de Battersea en Londres, la residencia en Maldonado, universidades, edificios, sueños concretos y sueños que no llegaron a ser, pero que dejaron huella. Como si Viñoly, con su intransigencia fértil, enseñara que cada idea debe nacer con hambre de eternidad, aunque la eternidad le esté negada.
“Rafael era extraordinariamente creativo, inteligente, pragmático, generoso. Formador en lo más profundo de la palabra”, dice Goldberg. Habla con la serenidad de quien sabe haber sido tocado por la suerte y la exigencia. De quien hoy, con casi veinte profesionales a su cargo, se atreve a empujar el estudio hacia nuevos confines: José Ignacio con la Fundación Cervieri-Monsuárez, Buenos Aires con el edificio VILO, y un pie firme en Miami, como si la brújula no conociera límites.
Montevideo no es un ancla, es un nodo. Un punto estratégico para pensar América Latina y más allá. Viñoly Architects ya no es solo el eco de una figura universal, sino una orquesta que afina su propia voz. Médano y Cipriani —se atreve a afirmar Goldberg— son los proyectos arquitectónicos más ambiciosos en construcción hoy en Uruguay. Y son, también, la continuidad natural de esa idea que Rafael plantó con la obstinación de los visionarios: que toda arquitectura, cuando es verdadera, no se alza solo sobre tierra firme, sino sobre convicciones inquebrantables.
Imágenes Viñoly Architects
Fotografías José Pampín