Una arquitectura para la salud. Clínica del Puerto de Cagnoli & Ocampos Arquitectos

En una esquina ya consagrada por la trama urbana, donde el tejido de la ciudad se adensa sin estridencias y el tiempo parece discurrir con la naturalidad de las cosas que han encontrado su lugar, se alza la nueva Clínica Summum. No irrumpe. No desafía. Se acomoda, como si siempre hubiera estado ahí, enlazando su cuerpo contemporáneo al edificio preexistente con una elegancia que no es ni sumisión ni ruptura, sino pacto silencioso entre volúmenes. La ciudad le cede el sitio, y ella responde con una arquitectura que sabe mirar a su alrededor y tender puentes, no muros.

No es una caja de máquinas, ni un diagrama funcional llevado al absurdo. Tampoco una fantasía formal con pretensiones de eternidad. Es, en cambio, una arquitectura pensada para la vida en sus formas más frágiles y más intensas: la del paciente que espera, la del profesional que cuida, la del visitante que acompaña. Aquí, en cada pasillo iluminado por el sol y en cada sala que respira a través de patios y ventilaciones naturales, se percibe la convicción de que la forma, cuando está al servicio de la sensibilidad, puede colaborar –sin arrogancia– con la medicina. Puede ser un bálsamo. Puede, incluso, atenuar el peso de lo inevitable.

Diseñar para la salud exige más que cumplir con normas. Supone rigor, sí, pero también imaginación. Supone prever lo imprevisible, tolerar lo mutable, permitir que el espacio se transforme cuando el tiempo lo demande. Por eso, esta Clínica no se cristaliza en una única forma: se concibe flexible, abierta a los avances, maleable ante los giros imprevistos de la técnica médica. Como un organismo vivo, se prepara para lo que vendrá.

Y mientras las tecnologías se renuevan y los aparatos se vuelven cada vez más sofisticados, la arquitectura responde sin temor: sus entrañas están preparadas. En sus muros, en sus cielorrasos, en sus sistemas invisibles, late la posibilidad de incorporar lo nuevo sin violencia. Porque el edificio no es un artefacto cerrado, sino una promesa de continuidad.

Hay, además, una ética que recorre todo el proyecto. Una preocupación tangible por aquello que lo excede: su entorno, su impacto, su permanencia. Se construye con mesura, sin derroche; se eligen materiales nobles, duraderos, que envejecen con dignidad, como ciertas personas sabias que no necesitan ocultar el paso del tiempo. Se cuida la energía, se recibe la luz del día, se deja pasar el aire como se deja entrar una buena noticia. Nada de esto es accesorio: es, en verdad, parte esencial de una arquitectura que se piensa a sí misma como responsable y necesaria.

La distinción no tardó en llegar. La certificación LEED Silver, primera en su tipo para una obra hospitalaria en el Uruguay, es apenas el gesto visible de una ética más profunda: la de proyectar con inteligencia, con compasión, con humildad técnica. La de saber que los hospitales no son templos ni monumentos, sino escenarios discretos donde transcurren algunos de los momentos más definitivos de nuestras vidas.

Y si, como se ha dicho tantas veces, la arquitectura no puede sanar, esta Clínica ofrece una respuesta distinta: quizás no cure, pero sí puede acompañar, aliviar, consolar. Puede, incluso, hacernos sentir –aun en medio de la incertidumbre– que estamos en un lugar que nos entiende.

Fotografías Santiago Chaer

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