Samuel Flores Flores en Luján, provincia de Buenos Aires

Una tarde de esas en que la luz no se decide entre el oro y el polvo, la casa aparece. O más bien: se deja aparecer. No se impone. No grita. Es un murmullo de ladrillos de campo, de techos que caen como párpados, de muros que no son solo muros, sino silencios de arcilla puestos en orden. Y sin embargo, ahí está, en tres actos: tres cuerpos en batería, como una sinfonía pausada que gira en torno a un patio que no es patio, sino escenario, con su piscina central como un espejo estático que apunta al cielo.

Esta casa, una de las últimas obras en la argentina del arquitecto Samuel Flores Flores, no es simplemente una casa. Es la síntesis final de un modo de pensar, de caminar, de habitar. Flores Flores no construía para llenar espacios, sino para dejarlos respirar. Las formas rectangulares marcan el ritmo, pero los interiores giran. Sí, giran. Todo es curva adentro, como un susurro que recorre la casa de noche. El ladrillo es piel, el techo a dos aguas es abrigo, los atrios y caminos interiores son, ¿cómo decirlo? Pequeñas procesiones silenciosas hacia el centro vital: el parque, la luz, el tiempo.

Porque la arquitectura también es tiempo, decía él. Largo, ancho, alto… y tiempo. Tiempo para caminarla. Allí aparece —o no— la poesía del espacio. Y en esta casa, aparece. Vaya si aparece.

La muerte lo alcanzó en Punta del Este, un 27 de noviembre de 2017. Pero esta obra —callada, equilibrada, sabia— quedó como uno de sus gestos finales en la Argentina. Como una firma escrita no con tinta, sino con ladrillos y aire.

Fotografía José Pampín

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