En los márgenes difusos de Montevideo, donde la ciudad se vuelve litoral y la urbanidad aún ensaya sus formas definitivas, hay una arquitectura que no se impone, sino que espera. No es una postal, ni un gesto heroico. Es un volumen sobrio, de líneas claras, dispuesto a mutar. A primera vista, podría parecer apenas un pabellón más. Pero basta recorrerlo, aún vacío, para sentir que este edificio no fue hecho para ser contemplado, sino para ser vivido.
El Complejo Cultural Ciudad de la Costa nace en 2019 como resultado de un concurso-licitación promovido por la Intendencia de Canelones en el marco del Costa plan —una estrategia territorial que apunta a consolidar centralidades urbanas en una región marcada por el crecimiento disperso y la falta de equipamientos estructurantes. En ese paisaje aún en construcción, este proyecto no pretende traer orden, sino ofrecer posibilidades.
Una arquitectura para la incertidumbre
Conscientes del carácter mutable de los programas culturales contemporáneos, los autores optan por un enfoque radicalmente abierto: un edificio que no busca resolver un uso, sino albergar todos los posibles. El resultado es un contenedor de planta rectangular que no delimita tanto como sugiere. Un sistema que admite ser reconfigurado: unir o dividir, expandirse o contraerse, abrirse hacia el afuera o replegarse hacia el interior. El complejo se piensa como un soporte de actividades múltiples —no en el sentido de una sala neutra, sino como un conjunto de espacios interdependientes, cuya lógica no se basa en la especialización, sino en la combinatoria. Un salón puede ser taller por la mañana y teatro por la noche. Una circulación puede transformarse en galería. Un muro puede alojar una cartelera, una exposición o una proyección. En cada caso, el edificio activa una nueva manera de habitar lo público.
La materia como lenguaje común
Lejos de la espectacularidad formal, el proyecto se construye con una materialidad austera pero precisa. Cada elemento está al servicio de la adaptabilidad: módulos de almacenamiento que son también soporte informativo, cerramientos que permiten abrir o subdividir, terrazas que expanden hacia el exterior la programación interior. Incluso los servicios —cocina, barra, depósitos— se integran como parte del sistema, no como apéndices funcionales. Aquí, el equipamiento es también arquitectura. Pero quizás lo más notable sea la forma en que los límites se diluyen sin desaparecer. Los bordes no cortan: vinculan. Son umbrales, no fronteras. En esa ambigüedad controlada, el proyecto produce una espacialidad intensamente contemporánea, en la que el espacio no representa, sino actúa.
En tiempos donde las formas culturales se aceleran y la vida pública se fragmenta, este edificio propone otra temporalidad. Una pausa. Una estructura en estado de escucha, capaz de acompasar los movimientos de su comunidad. No busca monumentalizar la cultura, sino hacerla cotidiana. No impone una voz, sino que ofrece un escenario plural donde muchas voces puedan coexistir. El Complejo Cultural Ciudad de la Costa no es una obra cerrada. Es un punto de partida. Una matriz de relaciones posibles. Una arquitectura que, como el territorio que habita, no ha terminado de ser. Y acaso en eso —en su negativa a clausurar los sentidos, en su apertura al tiempo, a lo común, a lo porvenir— radique su mayor valor.
Porque hay edificios que se miran, otros que se usan, y algunos, como este, que se esperan. Y en ese esperar, silencioso pero activo, se teje una forma de lo público que no necesita gritar para ser oída.
Fotografías Santiago Chaer