En Montevideo —esa ciudad de perfil bajo, fachadas recatadas y patios que susurran historias— los edificios de los barrios costeros crecieron no tanto por voluntad estética como por necesidad económica. El suelo se volvió caro, el horizonte limitado, y entre medianeras altivas y severas, la arquitectura aprendió a plegarse, a multiplicarse en vertical, a hacerse lugar sin hacer ruido. La consigna era clara: ganar superficie edificada. Y bajo esa lógica casi darwiniana, dos tipologías se impusieron, repitiéndose con variaciones como melodías conocidas.
Una, la planta en “L”, funcional, recatada, con un brazo frontal que mostraba lo mejor de sí —el living, los dormitorios principales— y otro, más tímido, más práctico, que empujaba hacia el fondo cocinas y servicios, como si fueran los bastidores de una escena que no debía verse. La otra, más ambiciosa y afortunada, dibujaba una “C”: dos alas —una hacia la calle, otra hacia el fondo— unidas por un estar central, y entre ellas, un vacío luminoso, un patio que era al mismo tiempo hueco y corazón, pulmón y linterna.
El apartamento que aquí nos ocupa, ubicado en uno de esos edificios que supieron adoptar esta segunda forma, miraba con cierta melancólica altivez hacia la bahía de Pocitos. Tenía el aire de quien fue bien concebido pero maltratado por los años: estaba prácticamente en su estado original. Y sin embargo, resistía con nobleza. La planta era sabia. El living-comedor, amplio, generoso, de nueve metros de largo, se extendía hacia el mar como una lengua de luz. Detrás, en la fachada posterior, el mismo desarrollo se replicaba en la suite principal y en uno de los dormitorios de los hijos, mientras que el tercero, también amplio, miraba hacia el patio central. Los baños, dos, generosos y bien ubicados, fueron los únicos espacios intervenidos sin resistencia: se reconfiguraron, uno de ellos se integró como suite, el otro albergó un lavadero discreto y funcional, escondido pero presente, como esas virtudes domésticas que no se anuncian pero se agradecen.
El pasillo de distribución hacia los dormitorios, ese espacio tantas veces ingrato, era aquí una pequeña sorpresa: cómodo, iluminado naturalmente gracias a una abertura hacia el patio, como si el edificio, aún en sus rincones, insistiera en permitir la entrada del aire y la claridad.
Pero el verdadero campo de batalla estaba en la cocina. Porque si en los planos antiguos había sido relegada al fondo, comprimida, fragmentada, en esta nueva vida debía convertirse en el alma del hogar, su centro gravitacional. Allí fue necesario demoler con decisión. Se echaron abajo tabiques y muros divisorios, se fundieron ambientes. La nueva cocina ocupó el antiguo lavadero, el cuarto y baño de servicio, y la vieja cocina misma. El resultado fue un espacio amplio, claro, de proporciones generosas, con una gran mesada lineal hacia el patio —que ahora ya no era sólo un pozo de luz sino una ventana viva— y una isla central que convocaba al desayuno, a la charla, a la escritura de deberes, a la vida en su forma más cotidiana y verdadera.
Los materiales hablaban sin gritar: muebles laqueados en tonos suaves, madera clara, mesadas de Neolith, porcelanato gris de gran formato. Todo respiraba sobriedad y calidez, elegancia sin afectación. La cocina se abría al comedor y, a través de él, se asomaba también al río: ese diálogo visual que es un privilegio de los apartamentos bien resueltos.
El hall de entrada secundario —el que realmente se usa, el que conoce los pasos con barro, las mochilas escolares, las bolsas del supermercado— fue ampliado y dignificado. Ahora contaba con una ventana hacia el patio, ganaba luz, ganaba aire. Dejaba de ser el acceso de servicio para convertirse, por fin, en una entrada con carácter.
El interiorismo, concebido de la mano del proyecto arquitectónico, no quiso imponer una narrativa ajena. Se plegó a la misma paleta cromática, al mismo ritmo pausado, al mismo espíritu. El living-comedor, junto con la cocina, conformaba el corazón pulsante de la casa. El pequeño estar —aquel que antes funcionaba como una bisagra entre alas— se dedicó al mundo infantil: la televisión, los deberes, los juegos, la vida paralela que crece en los rincones con su propio calendario.
Y así, sin alardes, sin gestos grandilocuentes, el apartamento volvió a ser un hogar. Se trató, al fin y al cabo, de una reforma silenciosa pero fundamental: de esas que no buscan reinventar el mundo, sino restituirle su sentido. Donde antes había fragmentación, ahora hay fluidez. Donde antes había espacios ocultos, ahora hay luz y proporción. Donde antes había metros cuadrados, ahora hay metros vividos. Y en esa metamorfosis, íntima y profunda, la ciudad también, de algún modo, se transforma.
PROGRAMA: REFORMA APARTAMENTO
PROYECTO DE ARQUITECTURA: ESTUDIO BERTHET-MENDEZ-TARANTO
EMPRESA CONSTRUCTORA: DOM+CONSTRUCCIONES
FOTOGRAFIA: JOSE PAMPIN