La cultura de hacer: conversación con Leandro Añón

La mañana era diáfana y tibia sobre los campos de Camino de los Horneros. Un sol maduro, sin estridencias, comenzaba a desvanecer la bruma que, como un velo leve, todavía cubría las ondulaciones del terreno. En la espléndida sala de reuniones del Club de Altos de La Tahona, Leandro Añón hablaba con esa calma natural de quien ha aprendido que el tiempo, en los grandes proyectos, no se mide en días ni en meses, sino en generaciones.

Treinta y cinco años después del comienzo, cuando aquel sueño parecía una quimera entre médanos y balastro, Añón repasa la historia sin solemnidad. “Treinta y cinco años juntos, con la revista. Recuerdas —dice— cuando todos pensaban que estábamos locos, que esto no iba a funcionar. Y sin embargo, hoy tenemos más de mil quinientas familias viviendo aquí, y proyectamos otras tantas para los próximos diez años. Este rincón de Canelones se hizo con la ayuda de las familias. Ellas son la clave: sin ellas, esto no sería posible.”

En su voz hay una mezcla de orgullo y gratitud, la voz de quien no solo fundó un lugar sino también una manera de vivir. La Tahona —dice sin decirlo— no fue solo un proyecto inmobiliario, sino un experimento social, una comunidad fundada en la idea de pertenencia y respeto por el entorno. “Es todo —resume—, el pulso de vida. La motivación para hacer.”

La familia y la cadena invisible

Habla de la familia con la naturalidad de quien la vive como un destino inevitable. “Trabajar con la familia es lindo —admite—, aunque a veces traiga dolores de cabeza. Pero al final del día es importante. Permite compartir visiones con gente que uno quiere y escucha. Las empresas familiares no son fáciles, pero son fundamentales.” Luego, el tono se vuelve más íntimo: “En nuestro caso, es una cadena de eslabones. Algunos son familiares, otros son técnicos, profesionales, pero todos forman parte de una familia ampliada. Esto no lo hace uno solo. Es un proyecto mayor.”

Y en esa frase —“proyecto mayor”— parece contenerse toda la filosofía de Añón: la conciencia de que lo que comenzó como un sueño individual se transformó en un organismo vivo, una comunidad donde trabajan más de tres mil personas cada día, doscientas de ellas dedicadas a mantener el club y los barrios. “El legado es una forma de hacer las cosas, de ver la vida —dice—. No tenemos apuro, porque trabajamos con la naturaleza, y la naturaleza enseña paciencia. A veces lleva siete años obtener un permiso, quince habitar una parte del territorio. Hemos aprendido a esperar sin perder el impulso. Mientras todo cambia cada seis meses, nosotros seguimos fieles a la idea original.”

El mercado y la ética del cumplimiento

Añón sonríe cuando se menciona la competencia. Su sonrisa tiene algo de desafío, pero también de reconciliación con el paso del tiempo. “Estar en un mercado competitivo significa que el mercado maduró. Al principio estábamos solos. No había mercado: tuvimos que construirlo. Hoy lo compartimos. Y eso está bien.”

Habla del presente con una mezcla de orgullo y severidad. “Llevamos treinta y cinco años de cumplimiento. Ese es nuestro buque insignia. En este negocio uno puede ganar o perder, pero lo que no se puede hacer es incumplir. Eso es intolerable. El mercado siempre decanta entre el cumplidor y el incumplidor. Lo demás es ruido.”

Esa palabra —cumplimiento— se repite como una especie de mantra. No es un término administrativo en su boca, sino moral. Es la frontera invisible que separa la confianza del oportunismo, la seriedad del espejismo. Y es, quizás, la razón por la que La Tahona sigue siendo un nombre que inspira respeto.

La conversación toma un desvío inesperado hacia su pasado digital. Habla de aquella experiencia con Roberto Vivo y un grupo de inversores argentinos, cuando una pequeña empresa nacida “como el patito feo del sur” llegó a cotizar en Nasdaq. “Fue una etapa de mucho aprendizaje —recuerda—. Nos enseñó el valor de financiarnos con el mercado.” Desde entonces, La Tahona se apoya en fideicomisos y emisión pública. “Eso nos dio libertad y estabilidad. Nos permitió pensar a diez años, que en Uruguay es casi largo plazo. Y nos transformó, sin darnos cuenta, en una empresa semipública. Tenemos inversores que vienen del exterior, compran nuestros bonos, confían en nosotros. Pagamos más que los bonos del tesoro uruguayo. Es una forma de devolver confianza, de mantener vivo el círculo.” Habla con la serenidad de quien ha aprendido a navegar entre la lógica de los números y la de los sueños. En su mente, ambas pertenecen al mismo orden natural: el del trabajo bien hecho.

Un banco de tierras y un horizonte de país

En la mesa hay mapas desplegados. Los dedos de Añón recorren nombres y límites: Paysandú, Salto, Maldonado, Canelones. “Nuestros proyectos son de largo aliento —dice—. Hemos aprendido a acumular tierra con paciencia. Ahora estamos desarrollando en Paysandú, donde el terreno es magnífico; también en Salto, y en Maldonado, donde estudiamos los nichos posibles. En Canelones tenemos quinientas hectáreas más, con frente de playa. Tal vez allí vivan las próximas mil quinientas familias.”

Su mirada se detiene, pensativa. “Hay una tendencia clara: falta oferta. En muchos departamentos la gente paga mucho y recibe poco. Nosotros ofrecemos verde, espacio, seguridad. La gente joven lo entiende. Y las normas, que a veces achican los proyectos, deberían ser más generosas con estas ideas. En los clubes de campo, el vecino es quien cuida el entorno. Eso garantiza que el verde se preserve. Es una nueva forma de equilibrio, y funciona.”

Barrios jardín, clubes de campo y la era de la apertura

Añón no soporta el término barrio cerrado. “Si el barrio está en la ciudad, no puede ser cerrado. Es una idea vieja. Hoy la tecnología permite lugares abiertos y seguros. La Tahona Valley es eso: una comunidad donde se vive y se trabaja.”

Habla de vecinos que instalaron sus oficinas en el mismo lugar donde viven, de profesionales que trabajan para el exterior desde sus casas, de un mundo donde las fronteras entre trabajo y vida se disuelven. “Estamos a cinco minutos del aeropuerto. ¿Qué es lejos, qué es cerca? Son categorías que ya no explican la realidad.”

Y entonces, con una sonrisa leve, casi melancólica, dice: “Esto es como una posta. Mañana vendrá otra generación, con nuevas ideas. Lo importante es no olvidar que hacemos cosas para la gente, y que la gente es la que sostiene este sueño. Hoy La Tahona es de ellos: mil quinientas familias, más de mil millones de dólares invertidos en sus casas. Eso es pertenencia.”

CAVAS: el blend perfecto

La conversación se prolonga hacia el mediodía. La luz entra oblicua por los ventanales del club y tiñe de oro el campo. Añón vuelve a lo tangible, a su materia favorita: el proyecto en curso. “Estamos con la segunda etapa de CAVAS. Setenta hectáreas, la mitad ya vendidas. Veinte familias viviendo, otras en construcción. Para mí es el mejor blend de La Tahona: lago, viñas, olivos, cava. Un proyecto donde todo tiene sentido.”

Habla del CECADE, del mundo hípico, de las canchas de polo que se levantan entre los médanos. “Los amenities de las Casas de Campo serán los de un nuevo barrio. Tenemos un lago en obra que será el corazón de otro proyecto, más citadino, seguramente el más caro. Valley apunta al mundo empresarial, pero nuestros barrios residenciales siguen siendo el alma del grupo.”

Cada palabra parece una piedra colocada en su sitio: golf, hípica, vino, lago, club. Un universo en expansión, tejido con paciencia de artesano.

La cultura de hacer

Cuando la charla concluye, la luz del mediodía cae plena sobre los prados. Añón mira hacia el horizonte con esa mezcla de serenidad y vértigo que solo conocen los que construyen cosas que los trascienden.

“Lo único importante —dice, casi en un susurro— es no dejar de hacer. Hacer con sentido, con respeto por la gente y por la tierra. Porque La Tahona, al final, no es un barrio ni una empresa. Es una forma de entender el mundo. Una cultura de hacer.”

Fotografía José Pampín

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