La casa y la duna. Arquitectas Berthet, Méndez y Taranto

Al borde de la arena una familia numerosa en busca de veranos eternos encomendó la construcción de una casa. No una casa cualquiera. Querían un lugar que resistiera el viento y el salitre, que se integrara al paisaje sin someterse, que pudiera ser vivido con plenitud y sin ceremonia. Un lugar que, sin dejar de ser moderno, supiera hablar el idioma antiguo del mar.

El terreno era singular: el último padrón frentista al océano sin construir, un lote esquina dividido por la duna como una frontera silenciosa entre dos mundos. Al Sur, la naturaleza brava, el médano alto como una ola detenida en el tiempo. Al Norte, la urbanidad domesticada: jardines podados, terrazas soleadas, casas apacibles. Entre esos dos rostros —el agreste y el ordenado— la arquitectura debía pronunciar su palabra. Y lo hizo. En hormigón.

La casa no se impone: se apoya. Tres bandejas de hormigón, superpuestas con sobriedad geométrica, separadas por fajas vidriadas, conforman un volumen que más que edificar, parece haber sido sedimentado por el viento y el tiempo. Una arquitectura contenida, escalonada, que se aparta con discreción de la esquina y que al verla desde la playa, apenas deja asomar su nivel superior por sobre la duna. Como si supiera que en ese paisaje la arrogancia no tiene lugar.

La entrada principal no se enfrenta al mar, sino que se insinúa en la calle perpendicular, protegida por un alero y guiada por una pared curva de piedra que recorre el exterior e ingresa al interior con el mismo gesto, con la misma textura, como si dijera: aquí no hay frontera entre adentro y afuera, solo continuidad. Esa piedra, áspera y precisa, es la primera voz del relato.

En el nivel inferior —un semisótano que abraza la tierra sin resignarse a la oscuridad— se despliegan los espacios más íntimos y también los técnicos: dos dormitorios en suite que se abren a un patio inglés bañado por el sol del Norte, un gimnasio (con sauna y ducha) que mira al Oeste, un lavadero práctico, una sala de máquinas y un garaje amplio, suficiente para tres autos y para guardar las aventuras. Desde el hall, amplio y luminoso, nace la escalera: de huella y contrahuella macizas, un monolito fragmentado, una escultura de tránsito. Su baranda, hecha de cuerdas verticales, es una alusión discreta y náutica, como si la casa recordara su proximidad al agua. Pero es al llegar a la planta baja donde el relato cambia de tono, se expande, se abre como una novela en su segundo acto. Lo que antes era recogimiento, ahora es fluidez. Allí están el gran estar-comedor, la cocina con isla —espacio de congregación y ritual doméstico— y un estar exterior pergolado que prolonga el interior hacia el jardín. Nada detiene la mirada: los ventanales se deslizan y desaparecen, los planos se intercalan sin fricción, la arquitectura respira. Desde este núcleo abierto se descienden cuatro escalones hacia la piscina y la barbacoa. La barbacoa es otra bandeja de hormigón, suspendida sobre la escena, con paramentos de vidrio que se esconden en muros de piedra y permiten que, al abrirse, el techo parezca flotar. Cuando eso ocurre, uno tiene la impresión de que el tiempo también flota, que todo está suspendido: la luz, la conversación, la brisa.

Más allá, hacia la duna, se ubican dos dormitorios en suite y un baño social. En esta orientación, la arquitectura se vuelve más reservada, más introspectiva. La duna no es vista: es límite, es refugio, es paisaje interiorizado. Junto a ella, el fire pit —ese círculo lúdico de bancos y fuego— propone una escena ancestral: sentarse en torno al calor, mirar el cielo estrellado, escuchar lo que no se dice.

La planta alta, visible desde la playa, es la atalaya. Allí está el dormitorio principal, con vestidor y baño en suite, un pequeño living con kitchenette y la caja de escaleras que conduce a la azotea-terraza. La planta alta mira al horizonte. Desde su terraza en “L” se contemplan los atardeceres sobre el mar, el perfil lejano de Punta Ballena, los movimientos del viento sobre la vegetación costera.

Los materiales han sido elegidos con rigor y mesura: carpinterías de aluminio negro de alta prestación, pavimentos de gran formato color piedra que recorren sin interrupciones interior y exterior, puertas en roble lustrado, paredes pintadas color arena. La escalera plegada en microcemento refuerza la línea ascética, y la elección del mobiliario —de madera clara, fibras naturales como el ratán y el yute— confirma un interiorismo sobrio, sin afectación, levemente “playero”, como corresponde a quien ha entendido que el lujo no necesita alardes. El paisajismo, discreto y funcional, acompaña con especies resistentes al viento salino, con verdes que protegen sin cercar, que envuelven sin ocultar. Es un jardín que no interrumpe el relato de la casa: lo extiende.

PROGRAMA: SEGUNDA CASA
PROYECTO DE ARQUITECTURA: ESTUDIO BERTHET-MÉNDEZ-TARANTO
ESTRUCTURA: INGS. MARELLA-PEDOJA
SANITARIA: ING. ALEJANDRO CURCIO
AGRIMENSURA: ING. CARLOS NOLFI
PAISAJISMO: ING. AGRÓNOMA ISABELLA BIANCHI – PROVERDE
EMPRESA CONSTRUCTORA: SPAGNI-SERVICIOS DE INGENIERÍA Y CONSTRUCCIÓN
FOTOGRAFÍA: NICO DI TRAPANI

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