GROU Lagún. Estudio Harispe

Hay proyectos que pesan en la memoria de un estudio como medallas y a la vez como cargas: BE PARK LIFE fue uno de ellos. Un hito, sí, pero también una vara alta, un recuerdo luminoso que exigía ser superado. ¿Cómo evitar la repetición, cómo escapar de la tentación de recrear lo ya logrado? La respuesta nos llevó hacia el Este, hacia esa franja cambiante y contradictoria que es la Ciudad de la Costa.

La Ciudad de la Costa… ¿qué es en verdad? Durante décadas no fue más que un archipiélago de balnearios desperdigados, calles de arena, casas bajas, huertas y parrillas al aire libre, un refugio estival para los montevideanos de clase media. Pero la historia la empujó hacia otra cosa. Creció a golpes de improvisación, sin un plan maestro que la organizara, hasta convertirse en un territorio denso, plagado de viviendas, comercios, calles sin vereda, avenidas congestionadas y un pulso urbano que reclamaba orden. Un lugar donde lo rural, lo suburbano y lo urbano se entrelazaron sin aviso, produciendo un paisaje desconcertante: la playa a un lado, la autopista al otro, el vacío del campo mezclado con la presión de la metrópolis.

En medio de ese escenario apareció la oportunidad: Carrasco Park. Dos terrenos, y en uno de ellos un lago inmenso, inesperado, como si la geografía hubiera dejado allí un recordatorio de lo que alguna vez fue la costa: un territorio de agua, vegetación y horizontes abiertos. Aerosur lo llaman, una gran manzana delimitada al norte por la ruta 101 y la calle Cruz del Sur, al sur por la avenida Giannattasio y la calle Calcagno. Y en ese enclave, que es frontera y bisagra a la vez, nos propusimos levantar cinco edificios con 236 apartamentos, casi todos con vista al lago.

Pero no se trataba de repetir la fórmula de BE PARK LIFE. Grou Lagun debía ir más allá. Había que pensar en el bosque, en los amenities, en cómo los edificios no serían piezas aisladas sino parte de un ecosistema más amplio, tejido con la comunidad, conectado con la vida cotidiana de la Ciudad de la Costa. Era un desafío doble: superar el hito y, al mismo tiempo, contribuir a darle sentido a un territorio que creció sin él.

Las torres, implantadas con cuidado, buscan potenciar los efectos del primer éxito, pero a partir de un despliegue territorial mucho mayor. Aquí no hay un único gesto, sino un conjunto que se abre, que se reparte, que respira. El lago actúa como centro y espejo, refleja las fachadas, pero también las ambiciones: convertir lo residencial en barrio, lo fragmentado en trama, lo inconexo en comunidad.

Porque Grou Lagun, más que un conjunto residencial, quiere ser eso: un barrio. Una pieza que ayude a que la Ciudad de la Costa —ese territorio densificado a golpes de improvisación— alcance un grado de complejidad y plenitud que hasta ahora le ha sido esquivo. El proyecto no solo construye edificios; construye pertenencia. Y en ese gesto, acaso, resuelve una vieja deuda de la costa este: transformar un enjambre de casas y calles en una ciudad verdadera, con un corazón reconocible y un horizonte compartido.

Para el estudio, es un desafío monumental: superar un hito no con la repetición, sino con la invención. Y para la ciudad, es quizás el inicio de una maduración: el momento en que la costa desordenada se reconoce a sí misma como urbe, y el lago se convierte en metáfora de ese renacimiento.

 

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