Estudio Harispe. Entre la luz, la memoria y la ciudad

Montevideo. Ciudad menuda, modesta, recatada, y sin embargo capaz de desplegar en cada esquina la nostalgia de los puertos y la ambición de las grandes capitales. Una ciudad que parece siempre entreabierta: ni completamente moderna ni enteramente antigua, ni europea ni americana, sino todo eso a la vez. Su aire salino, húmedo, casi perpetuamente filtrado por nubes bajas, le da a la luz un carácter único: una luminosidad que no enceguece ni hiere, sino que acaricia, que envuelve los muros de cal, los vidrios espejados y los bloques de hormigón con un velo suave, propicio para la memoria y la melancolía.

Desde el siglo XIX, cuando se trazaron sus primeras calles rectilíneas siguiendo un orden cartesiano importado de Europa, hasta la actualidad vertiginosa donde las torres disputan su protagonismo al Río de la Plata, Montevideo ha sido escenario de transformaciones incesantes. Sus barrios son los capítulos de esa narración: el Centro, con sus edificios decimonónicos entremezclados con oficinas de vidrio oscuro y galerías comerciales; la Avenida Italia, eje dinámico que fue creciendo con comercios, hospitales, residencias y universidades, convirtiéndose en una suerte de espina dorsal de la ciudad; Punta Gorda, ese balcón sereno sobre el agua donde la ciudad se relaja y se concede un instante de contemplación; y el Parque Rivera, pulmón verde y memoria colectiva, testigo de meriendas familiares, partidos improvisados y celebraciones populares.

Pero la ciudad no es solo sus muros. Las transformaciones que la modelan son, sobre todo, culturales y sociales: gestos invisibles que quedan impregnados en cada banco de plaza, en cada azulejo, en cada verja. Montevideo guarda en silencio las voces de sus habitantes, como si se tratara de un archivo vivo, un palimpsesto donde cada época escribe sobre las anteriores sin borrarlas del todo.

En ese entramado nació Diego Harispe, y no nació en una familia cualquiera. La arquitectura era en su casa más que un oficio: era un lenguaje compartido, una religión doméstica, una manera de respirar. Su padre, Mario Harispe, y su madre, Dinorah Costas, arquitectos reconocidos, transformaron la infancia de Diego en un perpetuo taller: planos desplegados sobre la mesa del comedor, discusiones apasionadas sobre proporciones, volúmenes, materiales, y visitas a obras donde el olor a cemento fresco y madera recién cortada se mezclaba con la excitación del futuro por venir. De niño, Diego no jugaba con espadas ni caballeros: jugaba con lápices y hojas cuadriculadas. Dibujaba casas, no castillos medievales. Casas sencillas, con ventanas que miraban al cielo, con puertas abiertas a la luz, con tejados que parecían hablar con las nubes. En sus cuadernos escolares las matemáticas quedaban relegadas a un margen estrecho, porque el resto estaba ocupado por fachadas, escaleras, patios y habitaciones que solo existían en su imaginación. Esa obstinación temprana fue el primer signo de una vocación que lo marcaría para siempre.

—La arquitectura era el idioma en casa —recuerda con voz serena—. Mis padres no me enseñaron solo a leer un plano: me enseñaron a escuchar a la ciudad, a sentirla como se siente a un ser vivo.

La adolescencia confirmó la intuición: Harispe soñaba con proyectar y construir casas. Esa era la escala que lo fascinaba entonces, el territorio íntimo de la vida familiar, el lugar donde cada gesto arquitectónico podía traducirse en calidez, en cobijo, en pertenencia. Pero la vida, como suele ocurrir, le tenía preparado un giro inesperado. Ya como joven profesional ingresó al mítico Estudio Cinco, quizá el estudio de arquitectura más prestigioso de su tiempo en Montevideo. Allí, entre maquetas que parecían ciudades en miniatura y reuniones donde se discutía hasta el más mínimo detalle constructivo, Harispe descubrió un universo que lo deslumbró: el de las torres y los grandes edificios. Lo que comenzó como un aprendizaje técnico se convirtió en una fascinación. Las casas de su infancia quedaron atrás y en su lugar apareció la atracción por las alturas, por esos volúmenes que desafiaban al cielo, que condensaban en un solo gesto la escala de una ciudad entera. Descubrió que una torre no era una mera acumulación de pisos ni un reto ingenieril: era la síntesis de la arquitectura. En ella convergían la escala, la proporción, la relación con el entorno y la posibilidad de condensar el pulso de una época en un solo volumen.

—En las torres está la ciudad resumida —diría años más tarde—. Cada línea es un diálogo con el cielo, cada piso una vida distinta, y el conjunto entero un manifiesto sobre cómo habitamos el tiempo y el espacio. Ese descubrimiento fue decisivo. Lo marcó para siempre.

Sus primeros edificios fueron proyectados y construidos en ladrillo a la vista, ese material tan ligado a la tradición uruguaya, al oficio cerámico y a la idiosincrasia local. Allí Harispe aprendió que la textura, la materialidad y la memoria colectiva podían convertirse en protagonistas de la arquitectura. Veinte años después, como quien vuelve a escuchar una melodía de infancia, confiesa que sueña con rescatar esa materia en volúmenes contemporáneos: el ladrillo ya no es solo técnica ni oficio, sino lenguaje, identidad y continuidad entre pasado y presente.

Hoy, al frente de un estudio propio conformado por jóvenes profesionales y estudiantes —un taller que respira entusiasmo, disciplina y creatividad—, Harispe es capaz de afrontar cualquier programa arquitectónico: viviendas colectivas, residencias, parques, equipamientos urbanos. Pero en su imaginario, la torre y el edificio siguen siendo la culminación del oficio, la forma suprema de narrar la ciudad.

Sus influencias son claras. De Alberto Campo Baeza tomó el rigor geométrico y la devoción por la luz como materia prima. De los arquitectos nórdicos como Jørn Utzon o Henning Larsen aprendió la simplicidad, la serenidad y la necesidad de integrar el paisaje como parte indisoluble de la arquitectura. En su obra, estas enseñanzas se combinan con la memoria de Montevideo, con el peso de una tradición familiar y con el pulso contemporáneo de una ciudad en transformación.

Dos proyectos recientes condensan su visión. Luminus Parque, levantado en la intersección de Jaime Cibils y 8 de Octubre, es un edificio de ocho plantas residenciales sobre planta baja de cocheras. Funcional y estético, pensado no para el espectáculo sino para la vida cotidiana, busca ofrecer viviendas de calidad a precios accesibles.

—La arquitectura debe ser un bien común —afirma Harispe con convicción—. No construimos solo muros y techos: construimos la posibilidad de que las personas vivan mejor.

Be Park Life, en el entorno privilegiado del Parque Rivera, va aún más allá. Conjunto de cinco bloques bajos que se abren en plazas y patios, se integra respetuosamente con la naturaleza circundante. Allí, la topografía, la memoria histórica y la necesidad de preservar la identidad del parque se convirtieron en oportunidades: generar comunidad, respetar el paisaje y ofrecer al mismo tiempo intimidad y encuentro. Las terrazas y barbacoas en las azoteas no son solo comodidades: son miradores urbanos, observatorios sociales donde la ciudad y el parque se encuentran, donde el verde y el hormigón dialogan como iguales.

Montevideo, mientras tanto, sigue cambiando. La densificación del Centro, la expansión de Avenida Italia, la apertura de Punta Gorda hacia el río, la conversión del Parque Rivera en territorio residencial… cada movimiento urbano es un desafío que exige sensibilidad. Para Harispe, cada proyecto es un capítulo en la narración infinita de la ciudad, y su rol es escribirlo con memoria, función y belleza. Su estudio, instalado en un edificio sobre la misma Avenida Italia, reproduce el clima de aquella infancia entre maquetas: mesas largas, pantallas encendidas con renders en proceso, discusiones encendidas sobre un detalle ínfimo que, sin embargo, puede definir el alma de un edificio. Allí, como en la casa de sus padres, la arquitectura es conversación ininterrumpida, diálogo perpetuo con la ciudad, con la luz, con la memoria. En Be Park Life y en Luminus Parque se adivina no solo el relato íntimo de Montevideo, sino también la historia personal de un hombre que convirtió la herencia familiar en destino. Diego Harispe no construye edificios: construye relatos que se levantan en vidrio y hormigón, en terrazas y plazas, en patios y balcones. Relatos de ciudad, de habitantes, de sueños colectivos.

Porque, en última instancia, su obra confirma lo que alguna vez escribió Campo Baeza: la arquitectura no es solo técnica ni funcionalidad; es poesía hecha espacio, memoria encarnada, emoción convertida en materia. Y en esa fusión de lo cotidiano y lo eterno, lo local y lo universal, la obra de Harispe se inscribe ya en el gran relato de Montevideo: esa ciudad entrañable y obstinada donde la luz, día tras día, nunca deja de reinventar las formas.

Fotografías José Pampín

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