Hay proyectos que nacen del cálculo, de la lógica constructiva, de la fría aritmética de los metros cuadrados. Y hay otros que nacen de una pregunta más honda: ¿cómo debe habitarse el mundo contemporáneo?. Âme, el nuevo edificio residencial en Montevideo pertenece a esta segunda especie. Su punto de partida no fue una volumetría ni un plano, sino una serie de reflexiones sobre la autonomía de la obra y su diálogo con el contexto; sobre cómo un edificio puede afirmarse como una pieza singular sin dejar de ser, al mismo tiempo, parte de un paisaje urbano y natural que lo precede y lo contiene.
Desde esa conciencia, los arquitectos imaginaron una construcción que se abre hacia tres horizontes simultáneos: el Río de la Plata, la Plaza República de Armenia y la ciudad misma. Una tríada que define no solo su orientación física, sino también su identidad simbólica. Âme se concibe como una rótula entre esos tres mundos —urbano, cívico y natural—, un punto de inflexión donde la arquitectura deja de ser límite para convertirse en mediadora.
En la era de la revolución informática, el modo de vivir el espacio doméstico ha mutado. El hogar, que fue durante siglos un refugio cerrado, se volvió poroso, flexible, mutable. La pandemia reciente acentuó ese proceso: la casa se transformó en oficina, gimnasio, aula, escenario de la vida pública y privada al mismo tiempo.
Âme recoge ese cambio y lo traduce en arquitectura. Propone un hábitat que permite expandirse hacia el exterior, optimizar la luz y el aire, y repensar el equilibrio entre interior y naturaleza. En esa tensión se revela una nueva forma de habitar: el futuro de la vivienda como extensión del paisaje.
El edificio se emplaza sobre la Rambla Armenia, frente al Río de la Plata. Allí, donde la línea costera se pliega suavemente sobre sí misma, conviven el puerto del Buceo, el emblemático edificio Panamericano y el Forum. Esa constelación urbana no fue un obstáculo, sino una invitación: cada condicionante del entorno se convirtió en materia proyectual, en oportunidad para dotar al edificio de un carácter propio. Desde esa lógica, Âme no compite con sus vecinos: los observa, los asimila, y luego responde con su propia voz.
La fachada, esa epidermis que media entre la vida interior y el espacio público, se concibe como un organismo vivo. Sus lamas de vidrio pivotantes generan distintos grados de apertura, controlando la incidencia solar y transformando la apariencia del edificio según la hora del día. A veces lisa y reflexiva, como un espejo que devuelve el cielo; otras, transparente y permeable, revelando la vida interior de las residencias.
Esa piel dinámica no es mero recurso estético: es un dispositivo bioclimático que regula temperatura, filtra la luz y retiene el agua de lluvia. Un sistema que, más que cubrir, protege y dialoga con el medio. En su movimiento silencioso late la idea de una arquitectura que respira.
El mapeo solar de la fachada confirma esa inteligencia ambiental: las lamas más opacas se orientan hacia el norte y el oeste, donde el sol golpea con mayor intensidad, mientras que las translúcidas se reservan para el este y el sur. Así, la envolvente alcanza un equilibrio entre reflexión y transparencia, entre sombra y resplandor.
Los techos se inclinan suavemente hacia el horizonte, como si el edificio se abriera en reverencia al paisaje. En ese gesto se condensa su condición de rótula: Âme une la ciudad y el río, la plaza y la rambla, lo construido y lo natural. No se impone, sino que se ofrece como un punto de transición, una pausa armónica en el ritmo de la costa montevideana.
Âme será el primer edificio residencial en Uruguay en obtener la certificación LEED, distinción internacional que reconoce la excelencia en construcción sustentable. No se trata de un título decorativo, sino de un compromiso: eficiencia energética, gestión responsable del agua, materiales de bajo impacto ambiental, y una arquitectura que privilegia la ventilación e iluminación natural. La fachada reflexiva contribuye al control térmico y a la reducción del consumo energético; los amplios espacios verdes fomentan la biodiversidad y purifican el aire. Paneles solares y sistemas de recolección de agua completan una concepción que entiende la sustentabilidad no como moda, sino como ética.
Âme —el alma— es un nombre que parece elegido por la arquitectura misma.
En sus lamas móviles y sus techos inclinados, en sus patios verdes y sus interiores silenciosos, se advierte una voluntad de trascender la función. El edificio no solo mira hacia el Río de la Plata: respira con él, se abre a su horizonte, y le devuelve, en forma de arquitectura, una de las más bellas metáforas de Montevideo contemporáneo.
 
								












