Montevideo, ciudad de luz salina y memoria que palpita, ciudad de aire pesado de historia y susurros de cemento antiguo, observa, silenciosa y paciente, un viaje que comenzó mucho antes de que alguien pudiera siquiera imaginarlo. Diego Harispe, joven estudiante de arquitectura, sentado en su pupitre de Facultad, con el lápiz vacilante entre los dedos y el corazón lleno de preguntas, no sabía todavía que estaba empezando un camino que lo llevaría a construir no solo edificios, sino un cosmos entero. Planos que crujían bajo sus manos, noches interminables, café derramado sobre mesas que nunca se vaciaban, tinta fresca y el murmullo constante de la ciudad filtrándose por las ventanas: ahí, en ese instante, nació la mirada que lo acompañaría para siempre.
Años después, los proyectos se multiplicaban, los clientes eran exigentes, implacables, los desarrolladores de gran envergadura no perdonaban errores, y Diego avanzaba, paso a paso, con la paciencia de quien sabe escuchar antes de decidir, con la intensidad de quien sabe que cada línea dibujada es un pulso de la ciudad, un latido de quienes la habitan. Y en medio de esa multiplicidad de planos, maquetas, reuniones, conflictos y resoluciones, algo se imponía: no se trataba solo de reconocimiento ni de prestigio. Todo desembocaba en un lugar más grande, más íntimo, más audaz: el Universo Harispe, un cosmos donde el hombre es la medida de todas las cosas, donde cada espacio respira como un organismo vivo, donde cada detalle importa, y donde la arquitectura se convierte en lenguaje y experiencia, en extensión de la vida misma.
Y comenzó por casa. Con el trabajo multiplicándose, con las exigencias creciendo a la par, el Estudio se expandió, incorporando jóvenes, estudiantes, energía fresca y curiosa. Entre ellos, Juan Diego Harispe, que no es solo hijo, sino colega, un colaborador con ideas, propuestas, satisfacciones e insatisfacciones que se integran al flujo constante de la conversación diaria, que aporta al pulso colectivo del Estudio, que hace que cada día sea un intercambio, una chispa, una posibilidad de avance.
Con tanta gente en la vuelta, metiendo tantas horas al día, el trabajo fluye, sí, pero algo más también fluye en esa casa esquina de Avenida Italia: la buena energía, la vitalidad compartida, la pulsión de la convivencia, la sensación de estar construyendo algo que trasciende planos y volúmenes. Para sostener esa fuerza, Diego se impuso rituales que respeta como un líder de tribu: conversaciones mano a mano, fuera de la presión de la entrega, donde cada colaborador es escuchado, donde se habla de la vida, de la familia, de inquietudes, aspiraciones y pendientes, conversaciones que duran horas, todos los días, muchas veces sin que nadie sea completamente consciente de ello. Allí se aprende que la arquitectura no es solo forma ni función: es humanidad, energía compartida, resonancia de lo cotidiano.
El equipo de Diego Harispe es, tal vez, su capital más valioso. Y no se trata de una valoración económica, no se trata de números ni de jerarquías, sino de considerar a todos y a cada uno de quienes lo integran: una voz, la posibilidad de una idea, la instancia de una reflexión. Tal vez hasta la solución para ese conflicto que surge en la etapa más delicada de un proyecto en curso. Cada miembro es un nodo en la red del estudio, cada aporte es una chispa que puede iluminar la decisión correcta, el camino más claro, la arquitectura más auténtica.
Diego sabe que este camino recién comienza. Muchos proyectos por delante, normas que revisar, mesas de trabajo llenas de decisiones complejas, soluciones buenas para los inversores, mejores para los habitantes, e increíbles para la ciudad. Y en ese juego, todos somos como números primos: únicos, irrepetibles, cada uno con su espacio, cada uno con su peso, cada uno indispensable. Y aun así, siempre hay soluciones, siempre hay armonía en el caos, siempre hay un orden secreto que solo quienes participan con pasión pueden ver.
El Universo Harispe es un territorio donde los objetos cuentan historias, donde la luz, la memoria y la ciudad se mezclan en un ritmo distinto, donde lo humano tiene peso, tiene presencia, tiene importancia. No hay detalle banal; no hay decisión al azar. Todo se filtra por un tamiz que solo este estudio sabe poner: la vida como medida, la experiencia como guía, la arquitectura como extensión de la sensibilidad humana.
Y así, del estudiante que vacilaba, lleno de preguntas frente a un plano hasta el arquitecto reconocido por pares, autoridades y la ciudad misma, surge un cosmos propio, un universo donde los espacios no solo se usan, se sienten; donde los edificios no solo se ven, se habitan; donde el trabajo, la reflexión, la energía compartida y la creatividad confluyen en algo más grande que la suma de sus partes. Un universo donde Diego Harispe firma no con tinta ni cemento, sino con inteligencia, sensibilidad y pasión; un universo que late respira y nos invita a todos a habitarlo, a vivirlo, a descubrirlo, a sentir que cada línea, cada gesto y cada decisión puede transformar la ciudad y la vida de quienes la habitan.
«Con Juan Diego, mi hijo, me descubro viviendo una historia que no es nueva, una historia repetida con variaciones, como esas melodías que vuelven una y otra vez con distintos instrumentos. Lo miro y me veo: esa obstinación por las ideas, esa manera de mirar el mundo con una rapidez casi insolente, como quien capta en un destello lo esencial y después, con la paciencia de un artesano, vuelve a recorrerlo una y otra vez, escarbando, afinando, hasta encontrar una solución inesperada. Siempre creí que los números, en los que se mueve con soltura admirable, lo empujarían hacia la Ingeniería. Y quizá por eso insistí tanto, no para encaminarlo, sino para asegurarme de que su decisión no fuera una copia de la mía, una herencia aceptada sin convicción.
Hablamos muchas veces, y cada vez que lo escuchaba argumentar —terco, apasionado, decidido— tenía la sensación de que era yo mismo, años atrás, enfrentado a mis padres, explicándoles con una seguridad que apenas escondía la fragilidad de mis dieciocho años, que mi destino, mi único destino, era la arquitectura.
Y fue, finalmente, después de aquel viaje de arquitectura, cuando comprendió que lo suyo estaba aquí, en el Estudio. Entró con la naturalidad de quien regresa a un lugar que siempre lo esperaba: un equipo joven, entusiasta, donde todos opinan, discuten, aportan. Allí su voz, tímida al principio, empezó a abrirse camino, y hoy resuena con firmeza.
A veces, sin embargo, cuando la jornada se alarga demasiado y vuelvo a casa manejando en silencio, pienso que este Estudio ya no es del todo mío, que lo sostengo menos por mí que por él, por lo que significa para su porvenir y para el de nuestra familia. Y entonces, inevitablemente, vuelvo a pensar en mis padres, en la paciencia con que me dejaron elegir, y en la certeza con que yo les aseguraba que todo mi porvenir se jugaba en esa elección.
No quiero dramatizar, porque no lo siento así. Pero sé que la tarea en el Estudio ya no se agota en mis manos ni en mis días; pertenece también al tiempo que vendrá, a esa posteridad que tiene nombre propio: Juan Diego. Él se me parece, sí, en muchas cosas. Pero es mejor. Como debe ser.»
Fotografías José Pampín