Por Pablo Roquero y Fabrizio Devoto Guzzini
Hay lugares donde la arquitectura parece susurrar más que imponerse, donde la altura no es un gesto de soberbia sino una forma de integración. En Carrasco Norte, allí donde la ciudad se disuelve lentamente hacia el verde, el Edificio Brits levanta su estructura como quien planta un bosque: con paciencia, con método, con respeto por la luz y la sombra. No busca dominar el horizonte, sino dialogar con él.
El terreno —cinco mil setecientos treinta y un metros cuadrados de leve pendiente, un rincón casi secreto en la urdimbre urbana— impuso sus propias reglas. No había allí una única dirección posible, ni una sola manera de mirar el cielo. Por eso los arquitectos decidieron reinterpretar la morfología municipal, desobedecer con elegancia las convenciones del “frente” y el “fondo”, y convertir la esquina en un organismo vivo. El resultado fue una nueva topografía: un basamento semi-enterrado sobre el cual se despliegan siete torres, no como torres altivas, sino como troncos que buscan la luz sin olvidar sus raíces.
En ese microcosmos de micro-urbanismo consciente, la altura se traduce en convivencia. Cada torre se orienta de modo distinto, calculado, para abrir sus visuales al jardín interior o hacia la cañada vecina, evitando las miradas cruzadas y favoreciendo la intimidad. Es una lección de civilidad arquitectónica: crecer sin invadir, elevarse sin agredir. Desde el zócalo común se organiza un anillo peatonal semi-cubierto, una suerte de claustro contemporáneo que conecta las viviendas con los espacios colectivos. Allí se manifiesta el espíritu del proyecto: lo público y lo privado en equilibrio, lo doméstico y lo natural entrelazados.
El corazón verde del conjunto —el jardín central— no es solo un ornamento. Es un sistema ecológico, un pulmón que respira, filtra el agua y suaviza el clima. Los árboles nativos, de gran porte, devuelven al paisaje algo de su memoria perdida, y las cubiertas ajardinadas prolongan el suelo hacia arriba, borrando los límites entre tierra y edificio. La altura, en este caso, no se mide en metros sino en capas de vida.
La envolvente de pino termotratado, con sus celosías y balcones, actúa como una piel porosa que respira. No hay partes móviles, y sin embargo, el edificio parece moverse con la luz: se abre y se cierra según la hora del día, tamiza el sol del verano, deja pasar el del invierno. La fachada es, al mismo tiempo, vestido y organismo.
Así, el Edificio Brits no pertenece a la genealogía de los rascacielos que buscan la gloria del vértigo. Su altura es otra: la de una arquitectura que comprende su entorno, que no impone una sombra sino una forma de convivencia. En su escala moderada, casi doméstica, hay una declaración silenciosa sobre el futuro urbano del Uruguay: que también en la altura se puede ser humilde; que la verticalidad, cuando se hace con inteligencia, puede ser un acto de reconciliación con la tierra.














