Hay edificios que nacen para cumplir una función, y otros —más escasos— que parecen querer contar una historia. Américas Uno es de estos últimos. Se alza hoy, en pie y en uso, como un testimonio tangible de lo que sucede cuando el rigor técnico se encuentra con la visión arquitectónica, y ambos se confabulan para dar lugar a una obra coherente, robusta, y bella.
La estructura, núcleo de toda construcción, fue ejecutada con la nobleza dura del hormigón armado. Losas, vigas, pilares y escaleras no son aquí meros soportes, sino la escritura invisible que sostiene cada gesto de este edificio. Nada se improvisó: todo fue pensado para resistir el tiempo, la intemperie y, por qué no, los caprichos de sus habitantes. Los muros se levantaron con mano firme y materiales nobles: mampostería tradicional, bloques de hormigón celular, placas de yeso con aislación acústica. No solo se cumplió la normativa: se superó en espíritu. Y como toda piel, la de estos muros se terminó con pintura al agua lavable, práctica, sobria, lista para convivir con el paso de los días. Los suelos, esos mapas íntimos que pisamos sin pensarlo, fueron trazados con criterio. En los ambientes principales, el visitante descubre pisos flotantes, porcelanatos rectificados o vinílicos Klipen, cada uno elegido según función, estética y resistencia. En baños y cocinas, el mismo cuidado: cerámica o porcelanato, materiales que aceptan sin queja el vapor, el agua, el trajín diario. En los baños, el revestimiento sube hasta los dinteles, dibujando una geometría serena, sin estridencias. En las cocinas, solo hasta la mesada: como si el material supiera hasta dónde le corresponde intervenir. Las mesadas, en mármol o granito de primera calidad, todavía brillan como el primer día. Superficies donde se corta, se apoya, se vive, pero que mantienen la dignidad pétrea del material que no se rinde. Los cielorrasos completan el cuadro con su diversidad: hormigón visto en los espacios sociales, textura sutil allí donde se quiso calidez, y enduído con pintura en baños y cocinas, sin distracciones. Cada uno habla en el tono adecuado. Las puertas placa, interiores y exteriores, no pretenden imponerse: están donde deben estar, discretas, funcionales. Las cocinas, por su parte, fueron dotadas de muebles bajo y sobre mesada que no solo organizan, sino que en cierto modo civilizan el espacio. Las aberturas y barandas, en aluminio pintado, resisten sin perder compostura. De día, reflejan la luz; de noche, contienen la sombra. Los zócalos, esos márgenes que a menudo pasan desapercibidos, están presentes con la misma sobriedad: madera o PVC, cinco centímetros de contención y estilo. Los ascensores, dos en total, no solo funcionan: invitan al movimiento vertical con revestimientos de primera calidad. Allí, el trayecto entre pisos no es un trámite: es un pequeño viaje suspendido.
Y debajo de todo eso, latiendo sin ser vista, la ingeniería. La instalación eléctrica fue diseñada con previsión y precisión, contemplando la potencia de cada bomba, cada circuito, cada rincón iluminado. Cada unidad cuenta con su portero eléctrico, su previsión para TV cable, como quien se asegura de que la casa esté lista para dialogar con el mundo. El acondicionamiento térmico se resolvió con inteligencia: en living y dormitorios, todo está preparado para el aire acondicionado. Las cañerías de cobre, los desagües ocultos, la previsión eléctrica: cada cable y cada conexión hablan de un edificio que piensa en sus ocupantes. La ventilación, tan fácil de olvidar y tan vital, fue resuelta con sabiduría: natural donde fue posible, forzada donde fue necesario. Hasta los estacionamientos respiran. Y si alguna vez ocurre lo impensado, el sistema de seguridad responde: puertas cortafuego aprobadas, reserva de agua, dispositivos de extinción, todo según la Dirección Nacional de Bomberos. No hay improvisación en el resguardo. El hall de entrada, finalmente, funciona como carta de presentación. Materiales nobles, mobiliario adecuado, un diseño que no presume, pero seduce. Es un umbral que promete más de lo que muestra, y cumple.
Y si a lo largo del camino se introdujo alguna variante, algún ajuste —como es natural en toda obra viva—, fue siempre con un mismo criterio: mantener la calidad, preservar la intención original, respetar la visión que dio origen a América Uno.
Luego las fachadas escalonadas con balcones de línea ondulada que replican en plástico juego el movimiento natural del agua en el gran lago posterior. Y las cubiertas de lona, que fueron concebidas desde el primer boceto, como velas náuticas que dan un sentido de destino al volumen que entonces cobra un sentido especial a partir del cual se distingue en la zona.
Hoy el edificio ya no es una promesa. Está construido, habitado, probado por la rutina. Sus muros han oído risas, llantos, discusiones, música. Sus ascensores han subido muebles, bicicletas, bebés dormidos. Sus luces se encienden cada noche. Sus materiales resisten el tiempo.
Y eso, al final, es lo que distingue a una buena arquitectura: cuando lo técnico se vuelve humano.
Fotografías Nico di Trápani