El último balcón de Montevideo. Vie. Rambla de Carlos Vilaboa

Hay en la ciudad ciertos lugares donde el urbanismo se transforma en destino, y la geografía se vuelve un argumento más poderoso que cualquier norma o anteproyecto. La esquina en cuestión —esa esquina «singular», como quien descubre una gema entre el polvo— no es sólo una esquina: es la entrada misma a Montevideo desde el este, por la Rambla. Una especie de umbral simbólico donde el mar se vuelve ciudad y la ciudad se disuelve en el mar. Allí, en el padrón más oriental de Montevideo, con una perspectiva amplia, casi cinematográfica, se despliega el parque, y con él la promesa de una arquitectura que no podía ser otra cosa que ambición domesticada por el diseño.

Fue el arquitecto Carlos Vilaboa quien asumió ese desafío con la precisión de un cartógrafo y la intuición de un novelista. No se trataba simplemente de resolver un programa; se trataba de interpretar un paisaje, de escribir con líneas y vacíos un relato que estuviera a la altura del sitio. Desde el comienzo, el partido fue un ejercicio de tensión entre deseo y factibilidad. Todos los apartamentos debían tener vista a la rambla desde el área social —ese era el imperativo innegociable—, pero también debían mirar a la calle. Un doble gesto, urbano y paisajístico, que complicaba cualquier matriz distributiva. Se decidió una estructura de cinco apartamentos por planta, lo cual no parecía sencillo. Sin embargo, contra las previsiones, se logró. Porque cuando el sitio lo exige, el proyecto no puede responder con menos que precisión y riesgo.

No hay en este edificio apartamentos ciegos, resignados a mirar patios o medianeras. Cada unidad se comporta como si fuera única, con una planta que se abre hacia el horizonte marítimo y el murmullo constante de la rambla. El área social —donde la vida se despliega, donde el café humea, donde se cruzan las conversaciones largas y las noches de verano— se orienta hacia el mar. Las habitaciones, en cambio, se recuestan con más privacidad hacia la calle, como si buscaran el murmullo de la ciudad para dormir.

Los apartamentos no son iguales, pero todos comparten una misma dignidad espacial. En el primer piso, cuatro unidades, que inician la secuencia. Del segundo al cuarto, cinco por nivel: una coreografía cuidada, que hace convivir fluidez y privacidad. En el quinto, nuevamente cuatro, como un gesto de alivio. Y en el sexto, un único pent-house, casi un manifiesto: el retiro privado de quien, desde la altura, contempla el espectáculo urbano como quien observa un mundo que ha ayudado a construir.

En total, veinticuatro apartamentos. Cada uno con su propia lógica interna, pero regidos por un mismo lenguaje arquitectónico, donde los materiales, la luz y el verde actúan como protagonistas. Porque Vilaboa pensó, además, en algo más audaz: integrar la naturaleza de forma «real», no como ornamento sino como sustancia. Las jardineras, largas como cintas, recorren las fachadas, abrazan los bordes, trepan por el edificio como si lo reclamaran como parte del paisaje.

La arquitectura, se sabe, no es sólo volumen, sino carácter. Por eso se buscó una imagen singular y propia, que dialogara con lo extraordinario del punto, su visibilidad, su exposición al viento, a la mirada, al tránsito. La trama urbana debía encontrarse aquí con una forma que fuera consecuencia y al mismo tiempo excepción.

La superficie construida también respondió con contundencia al desafío, las primeras cinco plantas alcanzan los setecientos metros cuadrados cada uno, mientras que la sexta llega a los seiscientos metros cuadrados. El subsuelo, donde se organiza la retaguardia técnica del edificio ocupa ochocientos cincuenta metros cuadrados y el área social, incluye una piscina y un área de barbacoa, ocupa doscientos metros cuadrados.  En conjunto, unos 5.450 metros cuadrados que articulan programa y sitio como si hubieran sido pensados el uno para el otro desde siempre.
El terreno esquina, de aproximadamente 2.100 metros cuadrados— es el soporte último de esta obra, que se dibuja entre la necesidad de habitar y el deseo de mirar.

Porque no se trataba de construir un edificio más, sino de edificar un gesto. Un signo de entrada. Una manera de decir “Montevideo” cuando aún no se ha llegado del todo, pero tampoco se está ya fuera.

Fotografía Nico di Trápani

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