Al norte del Uruguay, donde el territorio comienza a abrirse en planicies amplias y cielos inmensos, una arquitectura discreta, funcional y profundamente humana toma forma. Allí, entre avenidas de doble acceso, donde la ciudad aún se entreteje con los campos, se levanta el nuevo Centro de Agudos: un hospital que no busca imponer su presencia, sino integrarse, activando la zona y ofreciendo no solo asistencia médica, sino también una lectura contemporánea de lo que significa construir para el bienestar colectivo.
La primera decisión —la toma de partido fundacional— fue la elección del terreno. No fue un acto neutro, sino una estrategia de integración urbana. Se eligió un solar inserto en el tejido existente, con óptimos accesos y una escala que permite no solo responder al presente sino proyectar el futuro: de los 15.000 metros cuadrados disponibles, hoy se construyen 6.000 metros cuadrados, dejando margen generoso para crecer, para adaptarse, para mutar según las necesidades de la institución y su comunidad.
En la arquitectura hospitalaria —territorio de máxima complejidad funcional— no basta con diseñar espacios: hay que imaginar escenarios futuros, anticipar tecnologías, prever flujos, entender que cada decisión tiene consecuencias humanas. En ese sentido, este proyecto se apoya en principios esenciales: modularidad, flexibilidad y estabilidad. Cada módulo, de 400 m² por nivel, es una unidad funcional autónoma pero conectada. Las plantas libres permiten múltiples configuraciones, respondiendo a las mutaciones constantes del programa hospitalario. Y la posibilidad de crecer por etapas, sin detener el funcionamiento, asegura la viabilidad a largo plazo. La elección de un desarrollo horizontal, en lugar de crecer en altura, responde a una lógica de eficiencia en los recorridos: personas, insumos, equipamiento y personal circulan en líneas diferenciadas —públicas y técnicas— que ordenan sin confundir. En paralelo, los servicios se proyectan como cuerpos separados, facilitando el acceso a instalaciones y equipos sin interrumpir la dinámica del centro. Pero lo más notable no está en el sistema constructivo ni en la organización funcional, sino en aquello que rodea y penetra los espacios: el jardín como principio terapéutico. El edificio no se levanta contra el paisaje, sino que lo incorpora, lo convierte en respiración y en refugio. Cada módulo se abre hacia patios interiores, verdaderos pulmones verdes que no solo aportan luz y ventilación natural, sino también una presencia vital que acompaña la experiencia del paciente, del visitante, del trabajador de la salud. En este hospital, la arquitectura no es un contenedor de enfermedad, sino un marco para la recuperación, una forma silenciosa de cuidado. Y es que el diseño no se agota en lo funcional: también se piensa desde su relación con la ciudad. Sobre la avenida principal, el edificio se retira más allá de lo exigido por la normativa. Ese espacio ganado se transforma en un parque urbano, un lugar de transición y pertenencia que integra al hospital con el espacio público. Bancos, pavimento, parada de buses y taxis, jardines diseñados con la misma atención que los interiores. La arquitectura, aquí, se prolonga hacia el afuera como un gesto cívico: un edificio que ofrece sombra, descanso y dignidad también a quienes no ingresan. Porque al final, lo que se construye no es solo un hospital. Es una forma de entender el vínculo entre salud y entorno, entre medicina y arquitectura, entre institución y comunidad.
Y cuando el sol cae sobre los patios verdes y el murmullo de la ciudad se filtra entre los corredores, se confirma lo que este proyecto ya intuía desde su trazo inicial: que también se puede sanar a través del espacio. Que un hospital puede ser más que un lugar para tratar cuerpos enfermos: puede ser un paisaje de calma, una arquitectura que acompaña, que respeta, que respira.
Fotografías Santiago Chaer