Durante años fue un gimnasio. Un recinto sudoroso y anodino donde los cuerpos se domesticaban frente a espejos y máquinas rítmicas. Afuera, la calle Constituyente seguía su curso con la misma monotonía con la que las mancuernas subían y bajaban. Adentro, el tiempo no pasaba: se gastaba. Nadie se detenía a mirar el techo, a pensar en los muros, a preguntarse qué historia había debajo de esa pintura descascarada. Pero los edificios, como los hombres, también guardan secretos. Y este, un volumen sobrio y macizo de mediados del siglo XX, ocultaba tras sus fachadas típicas el germen de otra vida. Bastaba que alguien supiera escuchar.
Hoy ese mismo local es otra cosa. O quizás, más precisamente, es lo que siempre quiso ser. Un restaurante y cafetería de especialidad, sí. Pero también un homenaje a la belleza sobria de lo cotidiano, a la dignidad del espacio recuperado, al arte de intervenir sin avasallar.
Los arquitectos no llegaron con la intención de imponer. Llegaron como quien abre un libro viejo: con respeto, con curiosidad, con la voluntad de dejar hablar a las páginas. Lo primero fue aceptar las proporciones generosas del lugar, no como un desafío, sino como una bendición. Allí estaba la clave: jerarquizar lo existente, exacerbando su fuerza sin tocar su alma. Lo demás fue cuestión de gesto, de precisión, de saber cuándo callar. Una barra de hormigón —doce metros exactos, brutal y serena— recorre el eje longitudinal del salón como una frase bien dicha. No corta: insinúa. No encierra: acompaña. La recorre una luminaria continua, como una línea de pensamiento, una idea que no se interrumpe. De un lado, la cocina trabaja en silencio. Del otro, el salón respira. Frente a la barra, un banco de igual longitud dialoga con ella: la repite, la contrapesa, la afirma. Entre ambas piezas, mesas y sillas se disponen como los personajes de una escena cuidadosamente coreografiada. Pero el verdadero gesto —el que desarma las rutinas visuales y devuelve el asombro— es la pared lateral. Los arquitectos decidieron desnudarla. Quitarle el maquillaje de décadas, raspar capa tras capa hasta encontrar el hueso: piedra y ladrillo, piel y tiempo. Y entonces, como quien acaricia una cicatriz con afecto, la iluminaron. Una secuencia de luces cálidas recorre su textura con la devoción de un lector frente a un manuscrito antiguo. Y allá al fondo, en el remate del local, como un epílogo de vidrio y hierro, la pastelería. Un volumen encendido. Una caja transparente que no se esconde: se muestra. Allí, las manos amasan, decoran, hornean. Allí, la producción es escena, la cocina se convierte en ceremonia, la técnica en relato.
Nada aquí es casual. Tampoco pretencioso. Todo está en su sitio, como en una buena novela, donde cada personaje cumple un rol y ninguna palabra sobra. La arquitectura, en este caso, se ha vuelto narración: cuenta una historia sin pronunciar una sola frase. Y el antiguo gimnasio, antes sordo, antes ciego, respira ahora con una voz nueva. Como si siempre hubiese sabido que, un día, vendrían a despertarlo.
Fotografías Karin Topolanski