Había una vez, en el corazón sereno y casi anacrónico de Carrasco, un predio abandonado a su suerte, tan plagado de recuerdos como de escombros. Era un terreno que parecía olvidado por los dioses de la arquitectura y por la alternancia de los gobiernos, pero no de los hombres: durante más de medio siglo, lo habitaron, como si fuesen náufragos urbanos, familias enteras que habían transformado una antigua casona en su bastión informal contra la exclusión. Aquella construcción, envejecida pero aún orgullosa, no era cualquier ruina: había sido, en su tiempo, el Hotel de Empleados del Hotel Carrasco, una extensión modesta del coloso neoclásico que se erguía frente al Río de la Plata con ínfulas de Grand Hotel europeo.
Por más de sesenta años, esa casona fue un universo paralelo: allí se cocinaban memorias, se criaban niños, se erigían tabiques improvisados y se resistía, día tras día, a la amenaza siempre latente del desalojo. Pero el tiempo, que es paciente y terco, fue resquebrajando no solo los muros, sino la dignidad arquitectónica de todo el entorno. El corazón de Carrasco —ese barrio-jardín diseñado para el paseo elegante, el aire perfumado y el sosiego burgués— tenía una mancha. No una cicatriz, sino una herida abierta. Hasta que llegó el día en que algo cambió.
Carrasco Valley, el nombre con que bautizaron al nuevo proyecto, no es simplemente un conjunto de volúmenes armoniosos ni una suma de usos mixtos. Es una narrativa urbana en tres actos: la recuperación del pasado, la convivencia con el presente y la proyección hacia un futuro más integrado, más denso, más eficiente. La historia de su redención comienza con una alianza estratégica, como en toda buena novela de arquitectos: Juan Diego Vecino Arquitectos y Gómez Platero Arquitectura & Urbanismo, dos estudios de solvencia probada, tejieron la urdimbre de un proyecto ambicioso y delicado. No era una operación quirúrgica cualquiera. Había que extirpar sin dañar, reconstruir sin traicionar, transformar sin borrar la memoria. Y además, claro, articular intereses públicos, privados y sociales en una danza que pocas veces se baila sin pisarse los pies.
El consorcio adjudicatario —una tríada conformada por el Estudio Lecueder, DAG Emprendimientos y Altius Group— logró lo que muchos consideraban improbable: reubicar a todas las familias que vivían en el predio, ofreciéndoles viviendas nuevas y títulos de propiedad, sin la violencia institucional ni los desarraigos dramáticos que suelen poblar estos procesos. Fue, quizás, la parte más difícil de todo el proyecto, y sin duda la más humana. Y entonces, con el terreno liberado y la historia en paz, llegó la arquitectura.
Dos nuevos edificios de piel acristalada y presencia sobria se ensamblan con la casona restaurada como quien encaja piezas de un rompecabezas delicado. Entre ellos, un paseo comercial abierto a la ciudad, una continuidad natural de la calle Costa Rica, hoy epicentro creciente de la gastronomía de autor y los cafés boutique. Todo respira, nada se impone: las transparencias, la segunda piel de control solar, las líneas limpias y la vegetación abundante se conjugan para celebrar esa utopía urbana tantas veces soñada: trabajar, pasear y vivir en un mismo lugar sin sacrificar calidad de vida. El conjunto ha sido concebido bajo los exigentes parámetros de la certificación LEED Gold, como una declaración de principios más que como un sello. Eficiencia energética, sostenibilidad, respeto por el entorno: no como discurso, sino como estructura. Y para que no falte el toque poético, el diseño del paisaje ha sido encomendado a Carlos Thays (el bisnieto), en una suerte de reencuentro silencioso con la obra fundacional de su tatarabuelo. Porque sí: el Parque Grauert, que hoy dialoga con Carrasco Valley como si fueran dos viejos amigos que se reencuentran después de años, fue originalmente bosquejado por el mismo linaje de paisajistas.
Carrasco Valley no es solo una obra arquitectónica. Es una operación de cirugía urbana, una apuesta política, un gesto estético y un acto de reconciliación con la historia. Es, en suma, un manifiesto silencioso, que dice sin alzar la voz que aún es posible transformar la ciudad sin demoler su alma y poniendo en valor su esencia.
Fotografías Nico di Trápani
Fotografía de portada Santiago Chaer