Aquel edificio no se levantó de un día para otro. No fue un capricho de ingenieros, ni una con visión, con ese raro equilibrio entre audacia y mesura que distingue a las obras verdaderas de las obras simplemente útiles. Lo imaginaron primero en papel, como una promesa, un esbozo, una forma aún sin sustancia. Y luego lo soñaron de acero y vidrio, como una caja de luz en mitad de la ciudad, abierta al cielo y a los hombres.
Ahora está ahí, donde convergen Camino Carrasco y Agrigento, en ese punto exacto donde el pulso urbano se vuelve latido de empresa, energía que circula, que crece. Majestuoso sin ostentación, moderno sin desmesura, ese edificio es mucho más que un lugar de trabajo. Es una forma de estar en el mundo. El Grupo Sebamar lo hizo levantar como quien firma un manifiesto: aquí estamos, aquí construimos, aquí proyectamos futuro.
Desde lejos ya se percibe su carácter. Las fachadas, amplias y diáfanas, no se esconden. Reflejan la luz como un espejo líquido, absorben el cielo y lo devuelven en destellos. El vidrio, tratado para domar el sol y no dejar pasar el calor, compone una piel inteligente que respira y protege. El acero, preciso como un verso cortado al ras, sostiene sin alardes, apenas insinuando su fuerza silenciosa. Es un edificio que no grita, pero impone respeto. Que no presume, pero seduce.
Quien atraviesa su entrada —guardada por columnas que parecen sentinelas— se sumerge en otro tiempo: el del espacio cuidadosamente orquestado. Allí todo tiene un porqué. El vestíbulo, amplio, bañado por la luz natural, no abruma ni agobia. Invita. Su diseño limpio, de líneas que no se interrumpen, habla el idioma de la eficiencia, pero también del sosiego. Los materiales, nobles y sobrios, no distraen: acompañan. Se diría que ese lugar no solo acoge cuerpos, sino también ideas.
Los ascensores, veloces y silenciosos, parecen más bien cápsulas futuristas que conectan niveles donde se urde el trabajo diario. Las escaleras, de una sobria elegancia, no son menos nobles: están ahí para quien quiera ganarse el piso con el paso, como antes, como siempre. Todo, en ese edificio, está pensado para que las personas se sientan parte de algo mayor, sin dejar de ser ellas mismas.
Arriba, las oficinas son un mundo en sí mismas. Espacios abiertos, modulables, sin rigideces impuestas. Zonas que invitan a pensar, a conversar, a crear. Hay tecnología, sí, y de la más moderna, pero no como protagonista, sino como aliada. El verdadero lujo allí es el confort inteligente: el silencio que permite concentrarse, la luz que nunca enceguece, el aire que circula sin que nadie lo note.
Y, sin embargo, el edificio no se agota en lo útil. Tiene sus placeres, sus momentos de tregua. Salas de reunión equipadas como teatros íntimos del pensamiento, áreas de descanso donde una taza de café puede convertirse en epifanía, estacionamientos subterráneos que evitan la batalla cotidiana del espacio. Y sobre todo, un secreto en la azotea: una planta solar, discreta pero decisiva, que alimenta de energía limpia a toda la estructura. Como si el sol, testigo silencioso de su construcción, ahora devolviera con creces lo que el edificio le ofrece: altura, reflejo, horizonte.
Con sus 1.400 metros cuadrados de superficie, el edificio del Grupo Sebamar es más que su medida. Es una arquitectura que piensa, que cuida, que trabaja. Y es, también, un símbolo. Porque en su diseño se cifran valores que hoy parecen escasos: sobriedad, eficiencia, responsabilidad, belleza. No es solo un edificio en un cruce de caminos. Es una forma de habitar el presente con los ojos puestos en el porvenir.
Como toda buena historia, empezó con un trazo, siguió con una obra, y hoy vive, sólida y serena, donde la ciudad pulsa y respira. Así, sin estridencias, el Grupo Sebamar escribió con arquitectura una página más de su historia.
Fotografías Juan Nin