Cuando hablamos de territorio hacemos referencia al lugar donde vivimos. En él no sólo encontramos al paisaje, esa estampa que nos permite reconocernos, también emerge la historia de nuestra cultura y sus consecuencias con las distintas intervenciones que permanecen y contribuyen al modelado de su carácter y condición. Estos temas aparecen naturalmente al revisar la obra del Arquitecto Álvaro Farina, con quien en esta oportunidad nos trasladamos hacia India Muerta, en Rocha, para verificar que es así, que el territorio es patrimonio.
Cuando hablamos de territorio ciertamente partimos desde una definición geográfica, se trata de la delimitación física de áreas que pertenecen, se vinculan a determinada propiedad, ya sea esta particular, colectiva o nacional. Pero más allá de esa descripción literal, al decir territorio también es posible generar una lectura desde la perspectiva geosemántica social que nos habla de la integración espacial en un lugar determinado. Cuando el Arquitecto enfatiza en vincular el territorio al patrimonio entendemos la necesidad de experimentar esa sensación de propiedad que es bueno sentir, cuando observamos el paisaje en que vivimos.
Cuando Álvaro Farina, junto a su colaborador Alfredo Gómez, recibe en encargo de proyectar y construir una casa y dependencias de trabajo para un campo ubicado en Rocha, más allá del menú de necesidades explicitas que acompañan al proyecto, su principal preocupación pasa por caminar y leer el paisaje en el cual deberá intervenir. Antes de la primera línea y con el mismo énfasis que demanda la atención de las funciones que debe cumplir el espacio que se espera atrape para sus habitantes, está la necesidad de comprender y asimilar el paisaje que contendrá a ese espacio. En el caso de la obra que compartimos ahora con Ustedes se trata de un paisaje particular contenido en una fracción de campo con costas sobre el espejo de agua generado por la Represa de India Muerta y con los restos de la cantera de piedra de la cual se alimentó esa obra hidráulica.
La represa de India Muerta se ubica en el departamento de Rocha a cinco kilómetros de la ruta 15, en el kilómetro 99, a mitad de camino entre Velázquez y Lascano. El sistema de riego vinculado a esta represa se prolonga a lo largo de ciento ochenta mil hectáreas y atiende la necesidad de unas unas diez mil hectáreas anuales de arroz. A su vez, estas tierras mantienen un vínculo muy fuerte con la historia del país, en ellas se libró una de las batallas más significativas de la llamada Guerra Grande, en marzo del año 1845.
Todos los paisajes cuentan historias, pero en este caso la llanura poblada de islas de eucaliptus narra con particular gracia y encanto una historia que ahora nos resulta particular, más allá de su condición de escenario para hechos significativos del pasado, por hablar de nosotros hoy a partir de las intervenciones que han modificado al paisaje para generar un vínculo más estrecho con el hombre. Allí está la cantera y ese fabuloso espejo de agua que hace posible al alimento.
DE LO GENERAL A LO PARTICULAR.
El proyecto establecía la necesidad de proyectar y construir una casa, un galpón y la casa para el capataz del establecimiento. La ubicación de estas construcciones demandó tiempo y estudio, pero no tanto, casi de inmediato, luego de recorrer el campo en toda su extensión, el voraz lector de paisajes que además es el Arquitecto encontró que el conjunto debía ubicarse a un lado de la vieja cantera y con una cuidada distancia del gran espejo de agua. Desde allí el territorio adquiría una dimensión otra y más allá de la comodidad en el acceso y la dinámica de funcionamiento del espacio, la puesta en valor del paisaje se relaciona con el concepto que ha de regularlo todo, el territorio es patrimonio.
La lógica que impone la visión patrimonial del territorio supone la consideración previa de todo lo que éste representa. Mucho antes de la forma del edificio, su diseño de planta, asumir al paisaje dentro del cual funcionará establece un orden en el cual prima la visión general que luego, como en un maravilloso embudo va decantando hasta ocuparse de los rasgos particulares del proyecto. Esa forma de concebir la Arquitectura define a la obra de Farina. Este proceso se vincula con un dato para nada menor que hace al papel desequilibrante del paisaje que puede resumirse en la idea del genius loci, que tanto tiene que ver con los aciertos o los errores en que se suele incurrir al construir.
En la ideología clásica romana, el genius loci era el espíritu protector de un lugar, en la interpretación contemporáneo lo aplicamos para referirnos, generalmente, a la atmósfera distintiva de un espacio, o al «espíritu del lugar», más que necesariamente a un espíritu guardián. Así, la lectura previa, el recorrido y la consustanciación con el paisaje supone esa impresión general primaria que permite ordenar, equilibrar y diseñar en armonía con el lugar.
En tiempos de integración plena, con un mundo cada vez más estrecho, la arquitectura tiende a perderse en formas y conceptos que no siempre se relacionan con el genius loci del lugar donde se implantan. Es entonces que la condición vernácula de la arquitectura genera esa sensación particular donde la pertenencia y el vínculo se torna estrecho y adquiere otra condición. En el caso de los materiales, Farina siempre proyecta para construir con la textura, el color y la materia que proporciona el paisaje. En este caso la piedra apareció tan espontánea como naturalmente. Se utilizaron las piedras sueltas que estaban dispersas en la vieja cantera, subirlas y acondicionarlas representó todo un reto que fue posible gracias al trabajo de una familia de picapedreros de Pan de Azúcar que, literalmente, se instaló en el lugar. Importa saber que el ritmo de trabajo de estos artesanos supone un avance de entre tres y cinco metros cuadrados diarios. La misma cantera que alimentó con sus piedras la construcción de la represa, dio forma a las casas y galpones del nuevo establecimiento. La elección condicionó el diseño, el tipo arquitectónico de la construcción.
Piedra en los pavimentos, en las paredes, trabajadas en muros a dos caras en seco, como siempre se construyó en la campaña uruguaya. La estructura de los techos se construyó con madera de curupay y chapas, los revestimientos y demás elementos de carpintería con eucaliptus, ambas especies presentes en el lugar. Así se levantaron la casa, un pequeño casco, un galpón y la casa del capataz, los tres volúmenes con un recinto de piedra. A un lado, en los fondos ¿o el frente? de la casa principal, la profundidad de la vieja cantera con su paisaje tan particular. Más allá, el gran espejo de agua de la represa.
El tipo arquitectónico está definido por las limitaciones que impone la piedra, las aberturas, puertas y ventanas, adquieren la dimensión posible que se relaciona con el largo de las maderas de curupay que se consiguieron en el lugar para poder generar los vanos. Luego la ausencia del hormigón, que es total, impone también un carácter singular que mucho tiene que ver con las atmósferas resultantes al atrapar al espacio. La carpintería general, junto al curupay, se apoyó en el eucaliptus, con lo cual todo refiere al lugar, al paisaje.
La experiencia de recorrer este establecimiento nos reafirma en el concepto, TERRITORIO = PATRIMONIO y más que una sentencia vacía de contenido se trata de la reafirmación de la idea del carácter vernáculo de la Arquitectura, como rango que no debemos dejar de lado.
Fotografía Marcos Guiponi