Ubicada en Punta Ballena, esta casa nace del equilibrio entre dos intenciones: ofrecer resguardo y, al mismo tiempo, abrirse por completo a la naturaleza única del lugar. El entorno —entre el bosque y el mar— acompaña y define el proyecto desde su origen. La arquitectura responde con una serie de volúmenes que se acomodan al terreno y se integran con sutileza al paisaje.
Los cuerpos de la casa, revestidos en madera con un tinte rosado particular —ideal para exteriores— y piedra natural, se coronan con techos de teja verde aguamarina. Esta paleta de materiales dialoga con los colores del entorno, fusionándose con la vegetación y el cielo, como si siempre hubieran estado ahí.
La composición juega con diferentes alturas que le dan ritmo y dirección al recorrido: cada desnivel guía al visitante, enmarcando las vistas y llevando la atención hacia el agua en el horizonte. La casa no se impone; acompaña el terreno, lo respeta y lo realza.
Los dormitorios se orientan hacia la zona de la piscina, buscando la luz y la calma, mientras que el área de parrillero se plantea como un volumen separado, lo que permite su uso de manera independiente, sin interferir con el resto de la casa. La galería y el deck exterior, ligeramente elevados, permiten una implantación cuidadosa, que potencia las visuales y mejora la relación con el entorno natural.
Las cubiertas a dos aguas, revestidas en su interior con cielorrasos de madera, aportan una sensación de refugio y calidez, sin renunciar a la amplitud y altura de los espacios. Es una casa que respira, que se siente abierta y contenida al mismo tiempo.
Cada detalle —desde las puertas hasta los cerámicos de los baños y el mobiliario de la cocina— fue pensado para reforzar una identidad serena pero con carácter. Las tejas aguamarina aportan un acento moderno dentro del lenguaje de materiales nobles, generando una atmósfera fresca, simple y profundamente conectada con el lugar.
Fotografías Santiago Chaer y Juan Nin