Javier Senosiain

Nombre de la obra: Casa Orgánica
Arquitecto: Javier Senosiain
Ubicación: Naucalpán, Estado de México.
Superficie: 160 m2
Año: 1984
Colaboradores: Arq. Daniel Arredondo.
Fotografía Jaime Jacott – archivo Senosiain – Francisco Lubbert.

“Cuando no quede un árbol.
Cuando todo sea asfalto y asfixia
o malpaís, terreno pedregoso sin vida,
esta será de nuevo la capital de la muerte.”
(José Emilio Pacheco)

La idea embrionaria del proyecto tomaba su símil de una cáscara de cacahuate: dos amplios espacios ovales con mucha luz, unidos por un espacio en penumbras bajo y estrecho. Esta propuesta surgió con base en los requerimientos de las funciones elementales del hombre: un espacio para convivir, con estancia, comedor y cocina y otro para dormir, con vestidor y baño. El concepto primigenio se define en dos grandes espacios: uno diurno y otro nocturno. Buscando la sensación de que en el interior la persona se adentrara en la tierra, que fuese consciente de la singularidad de este espacio sin perder la integración con las áreas verdes del exterior.

Con el estudio topográfico se tomó particularmente en cuenta la ubicación de los árboles, con el fin de que fueran respetados por el proyecto. Después se elaboraron un par de maquetas en plastilina, una de ellas se dedicó al análisis y diseño de los volúmenes y espacios exteriores, la otra para modelar los interiores. Ambas se fueron trabajando de forma paralela a lo largo de todo el proyecto con una intención eminentemente escultórica.

Los trazos se iniciaron un poco a la manera de los pintores líricos; dejando correr las líneas curvas, soltando la mano, jugando con formas libres; y luego girando el compás y liberando el curvímetro. En otras palabras, el muro es como una sinuosa serpentina que envuelve con sus curvas los espacios; dando pie a un proceso lúdico en el diseño, a través del cual se iban esquivando los árboles; deslizándose por las pendientes del lugar, buscando siempre la orientación sur hasta generar, de manera casi involuntaria pero consciente, así como fluye la música en el compositor, un volumen que recuerda la suave envolvente de un embrión.

Ya para la construcción, una cruz marcada a la mitad del terreno sirvió como marco de referencia de un sistema de coordenadas cartesianas que facilitó la localización del centro de los círculos: cuando se trataba de curvas libres, una manguera hizo las veces de curvímetro. A partir de esto se realizó el trazo del contorno de la casa y se precisó con estacas. Posteriormente, se movió un poco de tierra del centro de la envolvente para utilizarla en la formación de pequeños taludes. Al terminarlos el resultado semejaba una pista de patinetas: continua, llena de slaloms y peraltes.

En el proceso de construcción se requería conseguir la continuidad que marcaba el diseño. Para ello se utilizó un material moldeable que permitiría un juego similar al de la plastilina en las maquetas. Aunado a este requisito de plasticidad, era evidente que, al tratarse de una casa, el material debía cumplir con requerimientos que lo llevaran más allá de la masa escultórica. La pesquisa se inició y al poco tiempo no quedaba la menor duda: el ferrocemento era la respuesta adecuada. Este material, origen del concreto armado y por largo tiempo olvidado, prometía una escultura monolítica, resistente, moldeable y de gran elasticidad. Se empezó a colocar el armado del ferrocemento sobre la plantilla que parecía una pista para patinetas, conformando la envolvente con un esqueleto metálico, en el cual las varillas se dispusieron en forma de anillos, cambiando la altura de acuerdo con el espacio. A continuación, las varillas se fueron enrollando en espiral. Al término del armazón se fijaron dos mallas de gallinero trenzadas entre sí, para después lanzar el concreto. Este, lanzado a modo de mortero, se transportó a través de una manguera flexible mediante aire a presión, y se proyectó neumáticamente con gran fuerza sobre la malla. La fuerza del chorro permite que el impacto del material lo compacte y aumente su resistencia poco más o menos en un 30% obteniendo de esta manera un cascarón de aproximadamente 4 centímetros de espesor, resistente gracias a su forma, impermeable y fácil de construir. Después, la cubierta se revistió con una capa de ¾ de pulgada de poliuretano espreado, que sirve como aislante e impermeabilizante.

Concluida la obra negra, se procedió a cubrir la vivienda. La idea era que el jardín cubriera la casa, para lo que se necesitaba tierra fértil. Con el sustento en el principio de los bonsáis o árboles enanos, que establece que, a menor profundidad de tierra fértil menor crecimiento, se decidió que la capa de tierra fluctuara entre los 20 y 25 centímetros de espesor. De esta manera el pasto crecería menos y más lentamente, reduciendo así los gastos de jardinería. La tierra y el pasto protegen la membrana del sol, del viento, del granizo y del ciclo húmedo-seco evitando las dilataciones y contracciones causantes de fisuras y, por consiguiente, de humedad. La duna verde es la envolvente del volumen interior que es casi invisible. Desde el exterior solo vemos pasto, arbustos, árboles y flores. Caminar sobre el jardín es caminar sobre el techo mismo de la casa sin darse cuenta.

Por otra parte, se consideró importante complementar las condiciones para el bienestar psicológico y físico de los habitantes de la casa a través del control bioclimático. Es bien sabido que para crear o conservar un microclima en beneficio del ser humano conviene empezar por el exterior para después seguir con las áreas privadas de vivienda. Las barreras vegetales de árboles y arbustos, así como la topografía del lugar, son útiles para filtrar e impedir el paso de los rayos solares, proyectando sombras que protejan del calor en verano, a modo de barreras contra el polvo y el ruido, o para refrescar el ambiente con la evaporación y transpiración de la misma vegetación. Al transpirar, el pasto aumenta la humedad absoluta y relativa del aire cercano a la superficie produciendo un enfriamiento conductivo. Es importante destacar que la tierra y el sol trabajan juntos para mantener la temperatura estable en el interior de la casa: la tierra abriga, mientras el sol alumbra y calienta.

Las ventanas de la casa fueron orientadas hacia las mejores vistas del jardín, buscando preferentemente el sur para que no faltara el sol en invierno; tratando de encontrar la luz al igual que lo hace la flor. Al contrario de lo que pudiera pensarse, esta casa semi-enterrada resultó más iluminada y soleada que una casa convencional. En este tipo de vivienda las ventanas pueden dirigirse hacia cualquier orientación y los domos dejan la entrada de la luz y del sol desde arriba. La ventilación se facilita gracias a las formas aerodinámicas de la morada que permiten la libre circulación del aire.

Así como la temperatura interna de nuestro cuerpo permanece estable, aunque la temperatura exterior cambie, en las casas enterradas sucede lo mismo. La tierra actúa como moderador en las variaciones de la temperatura, propiciando que los efectos de enfriamiento y calentamiento sobre la tierra no fluyan de manera inmediata hacia el interior, sino hasta estaciones encontradas; esto significa que la tierra que está alrededor de la casa llegará a calentar cuando arribe el invierno y enfriará al nacer el verano; manteniendo una temperatura constante de 18° a 23° centígrados durante todo el año. Así la casa será caliente en invierno y fresca durante el verano. La evapotranspiración del pasto, de las plantas y de los árboles le añaden frescura y oxigenación al ambiente interior, evitando la resequedad, la infiltración del polvo y la de los contaminantes. En este microclima se conserva en todas las estaciones del año una humedad relativa promedio de entre 40% y 70%. En otras palabras, la epidermis vegetal funciona como la nariz que filtra el polvo, mantiene una temperatura estable en el interior, así como una humedad relativa que conforta, ayudando a prevenir trastornos y enfermedades respiratorias a sus moradores.

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