Por Carolina Ruiz
Camino a José Ignacio, nos desviamos por un camino de piedras que fueron respetadas en su natural orden, al final, en lo alto, emerge una gran casa amarilla, obra que el arquitecto Javier Gentile define como uno de sus trabajos más importantes. Es la casa que proyectó junto a sus habitantes, Claudia Boatti, ex directora de D&D, y Alfredo Berchelli, director de Editorial Atlántida. La interacción entre los tres fue natural y constante, tanto como para que cada muro cuente una historia y defina a sus propietarios. El lugar es místico. La paz y la armonía se sienten de una manera especial. Una brisa tranquila nos advierte que estamos en un lugar singular, quizá esta sea una de las razones por la que sus habitantes lo eligen para descansar. La casa es de líneas rectas y está situada en un lugar alto del terreno, con el fin de capturar las mejores vistas. El edificio no disimula la pátina que los años le han aportado y esta circunstancia, lejos de ser un defecto, enriquece una obra que entonces imaginamos fue concebida para envejecer noblemente. Este concepto particular es producto de la idea de que la eternidad es un ejercicio que la naturaleza practica día a día, lentamente, muchas veces sin que los humanos lo percibamos. El aporte de Claudia Boatti y Alfredo Berchelli, los habitantes del lugar, resultó decisivo para que este concepto prosperara, fuera posible.
Ahora bien, si las razones por las cuales elegimos un lugar para construir se relacionan con preocupaciones sociales o inquietudes culturales, las historias de vida también ocupan un papel desequilibrante. Es el caso de Claudia y Alfredo. La elección de esta zona y de este lugar preciso para construir su casa de descanso nada tiene de capricho. Existen varias versiones acerca del origen del nombre del balneario. Una de ellas es que el nombre proviene de un antiguo poblador de la zona, llamado José Ignacio Silveira; otra versión es que refiere al nombre de un faenador o un tropero indio de las Misiones Jesuíticas. En 1763, el Virrey Cevallos creó una estancia en la zona, cuyas tierras pertenecían al patrimonio fiscal y la llamó José Ignacio. En 1877 se inauguró el Faro de José Ignacio con el objetivo de evitar naufragios en la zona. La empresa Costa y Cía. fue la encargada de controlar el faro, hasta que en 1907 finalizó la concesión y la explotación del mismo pasó al Estado. En esa época, la única forma de acceder al lugar era a caballo, en carruajes o por mar. El faro de José Ignacio es símbolo del lugar, fue construido en el extremo más saliente y rocoso de la península. Su altura focal es de 32.5 metros, su alcance geográfico de 16.5 millas, y su alcance lumínico de 9 millas. En 1907 el agrimensor Eugenio Saiz Martínez realizó el primer loteo de terrenos en el balneario. Sin embargo, recién a finales de la década de 1920 se construyeron las primeras casas de material y la primera pulpería. En 1954 se construyó el camino que unía al balneario con ruta 9 y comenzó a funcionar el primer servicio de ómnibus con destino a San Carlos. En la década de 1960 llegaron los primeros veraneantes argentinos y con el tiempo el balneario fue el lugar elegido por muchos famosos para construir sus residencias de vacaciones, lo que impulsó también la instalación de restaurantes exclusivos. La península se convirtió en un pequeño pueblo que en verano crece hasta convertirse en un barrio densamente poblado. A partir de los años setenta, los viejos establecimientos agropecuarios de la zona comienzan a cobrar un valor especial. La irrupción de las denominadas chacras marítimas habilitó el fraccionamiento de las grandes extensiones y de esa forma surgen las pequeñas fracciones que, como la que
ocupa la Casa Amarilla de Javier Gentile, recrean versiones muy fieles del paraíso en la tierra. La ubicación del predio donde se levanta la Casa Amarilla tiene una vista privilegiada hacia el mar y particularmente hacia el faro. Los faros son símbolos que ubican, señalan, iluminan y, de alguna manera, orientan. Una de las inquietudes de Claudia y Alfredo al elegir este lugar fue, sin dudas, la posibilidad de acceder visualmente al faro. El trabajo del arquitecto Javier Gentile integró plenamente a los propietarios. Estos participaron de cada instancia del proyecto y ambos, profesional y habitantes, se tomaron el tiempo necesario para estudiar con cuidado tanto la implantación de la casa como su concepción arquitectónica y luego su equipamiento. En este último tema, Claudia Boatti, directora por aquel entonces de la prestigiosa publicación D&D desplegó su buen gusto y sus ideas particulares a propósito del espacio y la forma en que se lo debe vivir. El espacio atrapado por el arquitecto Gentile tiene poesía. Es mágico. Genera atmósferas que traen tensión, drama, sorpresa y encantamiento. Y nada es casualidad, la vida misma de los habitantes es así, en consecuencia, la envolvente espacial desplegada por el arquitecto Gentile logró reflejarlo, contenerlo. Trasmitirlo. El ingreso a la casa se demora, que tampoco hay apuro, luego los desniveles imponen sorpresa ante cada ambiente al que se arriba. Los corredores de circulación son calles y, en algunos casos, avenidas que desembocan en grandes halles que son en realidad plazoletas. Cada muro exhibe con orgullo la pátina del tiempo que va transformando colores y aportando carácter, enseña vida vivida y tiempo transcurrido. Y esa era la idea original, concebir una casa que envejeciera noblemente y con orgullo. Los ambientes vinculados entre sí a partir de una estética particular que da cuenta tanto de la firma del arquitecto Gentile como, fundamentalmente, del gusto de Claudia y Alfredo, son el resultado de diez años de trabajo. Sí, aun cuando parezca difícil de creer, esta obra demando tiempo y mucha dedicación. Gentile nos cuenta que la casa es el resultado de una intensa interacción con los habitantes. Claudia y Alfredo aportaban en cada detalle del proyecto y desde el comienzo participaron de todo el proceso de concepción y construcción de su casa de veraneo. El arquitecto, al narrarnos el proceso, define a esta obra como un ejercicio de arquitectura vivida, que fue evolucionando a medida que el proceso de construcción se llevaba a cabo. A partir de la idea original, la obra y el tiempo que se le dedicó hizo posible que tanto Claudia como Alfredo propusieran modificaciones sobre la marcha.
La primera sugerencia que el arquitecto propuso a sus clientes fue construir una pequeña casa dentro del predio, para que pudieran vivir el lugar, al menos durante un año, y entonces sí, decidir dónde ubicar definitivamente la gran casa. Mientras tanto conversarían sobre la idea arquitectónica, la distribución espacial y el carácter de la obra. Esta primera construcción es la que hoy se destina para alojar huéspedes. El resultado es conmovedor. La Casa Amarilla tiene carácter, vida propia. Vida que refleja a Claudia y Alfredo, a sus historias de vida y sus inquietudes. La casa fue concebida a la antigua, con paredes de 60 cm, sus líneas son rectas y juegan con la verticalidad y con el ritmo de plenos y vacíos. Está implantada en un lugar alto del terreno con el fin de capturar las mejores vistas hacia la costa y, fundamentalmente, hacia el faro. La espacialidad interior está concebida a partir de un cuidado juego de niveles que lentamente y sin apuro nos van induciendo a un recorrido que por momentos parece no tener fin. Este movimiento, de increíble poesía, comienza en el hall de entrada y desde allí comienza a descender, con pereza, sin apuro. Al ingresar por la gran puerta de madera, de frente nos encontramos con un ventanal enorme del piso a techo, apuntalado por un espejo de agua contiguo que proyecta nuestra visión hacia lo más profundo del verde circundante. Los pisos están revestidos con tablones de madera de curupay de dos pulgadas, traídos especialmente de Paraguay, y están dispuestos con cámara de aire, como en las antiguas casas. A la derecha, la luz ingresa por varias fajas de vidrio y se proyecta en el piso generando un juego bastoneado que nos marca el recorrido a la vez que interactúa con los escalones de huella larga, que simetrizan con las canaletas de agua en el exterior de la casa. Esas aberturas juegan como las viejas rosetas de las antiguas catedrales, iluminan, pero de una manera especial. Los ventanales están montados con las estructuras embutidas en la mampostería generando así grandes superficies vidriadas que parecen nacidas de los muros. El primer ambiente que encontramos es el living y estar, una gran mesa de billar proveniente de Los 33 Billares, de Buenos Aires, tiene un papel central y establece el eje para la creación de los microclimas que a su alrededor se crean. Una estufa a leña, acompañada por dos sillones ingleses, genera un ambiente cálido de contención. Allí la intervención de Claudia Boatti es plena y el ambiente la refleja totalmente. Un telescopio completa la escena y grandes ventanas, cuyos marcos están insertos en la mampostería logrando que el vidrio se pierda en ella, permiten apreciar la vista del lugar. La cocina-comedor, otro ambiente que mereció especial atención de Claudia Boatti, está un nivel inferior, lo primero que llama la atención es el juego de comedor, del siglo xviii, que es un legado familiar y fue trasladado desde un viejo campo de la familia.
Una gran mesa de madera con capacidad para varios comensales, el juego que también incluye un gran trinchante y propone una visión distinta, poco habitual en estos tiempos, donde las viejas formas no se valoran como es debido. Luego se dispone la cocina abierta en una isla central en forma de cubo, con una gran campana que concentra casi todo lo necesario y se apoya con mesadas en las paredes laterales y de fondo, que le sirven de contención. En el ala opuesta de la casa se establecen los dormitorios. Subiendo por una escalera de madera encontramos un estudio, que sirve de antesala a lo que es el dormitorio principal con cama matrimonial, el vestidor abierto y baño en suite. Un detalle no menor, todas las habitaciones de la casa cuentan con estufa a leña. Si descendemos un nivel, llegamos a dos habitaciones casi simétricas con baño en suite y dos camas individuales cada una. En el exterior, la casa se complementa con una edificación contigua destinada a los huéspedes. Es más pequeña, a esta se agrega otra, donde viven sus caseros, que se encargan de mantenerla durante todo el año, y finalmente una plataforma con tres paredes vidriadas que contiene a la piscina, de 2,50 metros de ancho por 20 de largo, y es acompañada por reposeras de madera. Desde allí se percibe todo el entorno sereno, en un marco perfecto. El conjunto recrea, de alguna forma, el viejo espíritu de los originales cascos de estancia. Con sus edificios y la disposición de ellos se recrea una situación descentralizada, que funciona aportando espacios para la intimidad, la contemplación y también para la integración.
Fotografías José Pampín